Nadie había oído hablar de Patrick Rothfuss hasta que pronunció El nombre del viento y los amantes devotos de la literatura fantástica se rindieron sin condiciones a su fantástica novela. Le llovieron los halagos. Y qué piropos: el nuevo J. R. R. Tolkien, el discípulo aventajado de George R. R. Martin, el heredero natural de la sensibilidad minuciosa de Ursula K. Le Guin. Nada más y nada menos. Y pocas veces unos elogios fueron tan merecidos. Rothfuss entró a saco con su Crónica del Asesino de Reyes en el género para engrandecerlo: una obra total de asombrosa precisión en su ambiciosa desmesura. Un descubrimiento que, como era inevitable, reclutó a millones de seguidores en todo el mundo: culto al nuevo genio del fantástico. Un fantástico que hundía sus raíces profundas en la realidad: uno de los grandes méritos de Rothfuss fue darle a su creación un barniz de autenticidad que la alejaba del pelotón de títulos en los que magia y criaturas extraordinarias nunca pierden su condición de rareza imposible. Leer a Rothfuss era como leer una novela histórica sobre un territorio, unos personajes y una época que sólo existen en la imaginación de un autor que no dejaba cabo sin atar, por nimio que fuera, en su ejercicio de ingeniería literaria.

Pero Rothfuss, y de ahí el plus de originalidad que lo catapultaba a la cima, no se conformaba con crear un mundo hasta sus últimas consecuencias; ni siquiera le bastaba con poseer un estilo en el que el lirismo alcanzaba un brío inusitado (pero sin cargar las tintas nunca, viva la sutileza) y la acción nunca se dejaba jirones de intensidad por el camino. De hecho, a muchos lectores les costó superar el listón de las primeras páginas porque la trama propiamente dicha se tomaba su tiempo para arrancar. Hasta entonces, una suerte de gran prólogo preparaba la escena para, sin salir de un espacio reducido, abrir un gigantesco ventanal a un sinfín de aventuras, peripecias y conflictos. Astuto, nuestro amigo Rothfuss: cuando el lector ya estaba atrapado en su tela de araña sin que pasara nada realmente importante... llegaba la erupción narrativa y la lectura pasaba, con su ritmo perfecto y en cierto modo musical, a ser una adicción: eso que te pasa cuando dejas de ser lector y pasas a habitar la historia.

Y por eso la espera hasta la publicación de la continuación de la «Crónica» ha sido interminable. Pero ya está aquí: El temor de un hombre sabio (Plaza & Janés), y el mejor resumen que se puede hacer de este titánico esfuerzo de Rothfuss (se nota para bien que la presión ha sido mucho mayor) es que el librito tiene 1.270 páginas. Repito: mil doscientas setenta páginas. Y se hace cortísimo. ¿Quién da más?

Para quien no sepa quién es Patrick Rothfuss, un telegrama: nacido en Madison, Wisconsin, el 6 de junio de 1973, stop, estudiante caótico, stop, profesor adjunto de Literatura y Filología Inglesa en la Universidad de Wisconsin, stop, su primera novela se publicó en EE UU por primera vez en Estados Unidos en 2007, y dos años después en España, stop, éxito arrollador, stop.

El temor de un hombre sabio despliega en sus primeros pasos el mismo juego de palabras hermanas que abría y cerraba la primera obra. La sensación de volver a un lugar (a un mundo, mejor dicho) familiar donde se vivieron grandes momentos de lectura (¿alguien se pregunta aún cómo enganchar a alguien a ese placer insuperable de las palabras adictivas? Que lea a Rothfuss) proporciona una satisfacción inmediata porque las peculiaridades del estilo ya están asumidas y no se consume tiempo intentando adaptarse a él. De paso, se puede disfrutar de las corrientes subterráneas que fluyen por debajo de la superficie, y que arrastran influencias de lo más variopinto y llegadas de todo tipo de artes. No les hurtaré la diversión de rastrearlas. Si a alguien le asusta la presencia de la magia, que no tema: esto no es Harry Potter, y el más incrédulo acabará hechizado por la habilidad de míster Patrick para que veamos como algo normal y cotidiano lo más extraordinario, un mundo inspirado en la Edad Media pero de entrañas fantásticas. La imaginación al poder, el poder de la imaginación.

Por supuesto, y como es obligatorio en toda gran novela que se precie y aprecie a sus lectores, el protagonista es un hallazgo en todas sus líneas. Kvothe es un héroe a la antigua usanza, con algún defectillo que otro, pero tan convincente y cercano que es imposible no identificarse con sus historias. Sus descubrimientos, su viaje iniciático, su conocimiento en constante progreso, sus cuitas y sus pasiones (incluso las que lo debilitan o lo hacen más impulsivo de la cuenta) lo convierten en un personaje que crece página a página, sin caer nunca en lo previsible o en el estereotipo. Con el talento transparente de un prestidigitador que te engaña sin que te des cuenta, Rothfuss siembra el camino de misterios que invocan otros misterios, y obliga al lector (por la vía amable de la seducción) a seguir sus pistas, como si de migas de pan se tratara, para llevarlo a donde él quiere, escondiendo trampas en los puntos más inesperados. Y, por supuesto, hay enemigos temibles, espacios docentes donde prepararse para la lucha fantástica y tránsito por otras culturas que enriquecen los contrastes de la novela. Todo eso, más el tono más oscuro de sus páginas, los dilemas más profundos a los que se enfrenta Kvothe y la irrupción del sexo y la violencia en grados superlativos, hace de El temor de un hombre sabio una obra maestra del género. Ahora sólo queda esperar con impaciencia que Rothfuss termine Las puertas de piedra. Sin prisas, pero, por favor, sin pausas.