Enric González dejó recientemente «El País» después de veintisiete años en el diario de Miguel Yuste. Quería escribir un libro con sus rondas nocturnas por los bares, las copas trasegadas con los colegas y todo eso, y, sin embargo, acabó limitándose a contar, algo por encima, su paso por las redacciones de los periódicos donde trabajó. Le parecía algo frívolo dedicarse exclusivamente a los martinis en el momento en que sus compañeros tenían que pasar por el mal trago de un ERE, al que él mismo se apuntó voluntariamente para mostrar desacuerdo con los despidos masivos y las estrategias empresariales implantadas por el presidente de Prisa, Juan Luis Cebrián. «No quería trabajar para un tipo que me llamaba zombi e inútil por ser periodista y tener más de 50 años».

Las memorias ahora publicadas por la debutante JDB (Jot Down Books), editora de una revista en la que colaboran el propio Enric y otras firmas destacadas de la cultura y de la prensa, no son, por tanto, todo lo líquidas que podría dar a entender su título, pero sí suficientemente. Se leen de un solo trago, tienen el interés del relato de urgencia y están bien escritas, como corresponde a su autor, que nos tiene, además, acostumbrados a las pequeñas dosis. Los seguidores del periodista barcelonés, que ha recalado en «El Mundo» tras su paso por «El Correo Catalán», ya desaparecido, «El Periódico de Catalunya» y «El País», son muchos y fieles. Comparten sus puntos de vista, disfrutan con la manera de contar las cosas y la facilidad para extraer conclusiones atinadas de los hechos, sin olvidarse de ellos. Los hechos son sagrados.

Probablemente no ha existido en los últimos años un articulista, cronista o informador con el tirón de Enric González. Sus libros sobre Londres, Nueva York y Roma, fruto de las etapas como corresponsal en estas capitales, van camino de convertirse en clásicos, y lo mismo sucede con Historias del Calcio, donde supo trascender lo meramente futbolístico para ofrecer en sus crónicas un inspirado retablo de la Italia actual, que no deja de ser la Italia de toda la vida.

No son líquidas del todo las memorias de Enric González, pero sí hay dipsomanía en ellas. Empezando por cómo se las ingenia el periodista para producir sadiki y matar las horas abstemias en Arabia Saudí, durante la primera guerra de Irak. O el episodio en que Jesús Ceberio, el director del periódico donde trabajaba, y Joaquín Estefanía, consiguen aplacar el estado de «ánimo furibundo» del autor ofreciéndole whisky en su despacho hasta obtener de él la «beatitud espiritual» necesaria para meterlo en un avión y mandarlo de vuelta a París, donde por entonces era corresponsal. Digno de Luna nueva o Primera plana, dos de las grandes comedias filmadas sobre el periodismo.

De la lectura del libro se desprende que Ceberio personificaba, por un lado, la capacidad de mando y la defensa de la redacción, y, por otro, cierta rudeza a la hora de transmitir las órdenes. Enric González, a quien su padre, el novelista y también periodista Francisco González Ledesma, había quitado de la cabeza la idea de convertirse en veterinario para trabajar en «el oficio más fácil, bonito y divertido del mundo», cuenta, sin embargo, cómo al cruzar más de dos palabras con Ceberio lamentaba no haberse dedicado a «meter la mano en el culo de las vacas». Pero, no obstante, también reconoce que habría firmado donde hiciera falta para que hubiera permanecido eternamente en la dirección. Él y otros muchos tuvieron la oportunidad de reafirmarse en ello con lo que vino a continuación.

No hay ánimo de revancha en Memorias líquidas, sino más bien una contextualización en la que aparecen perfilados ciertos personajes, pero siempre atendiendo al sujeto, que es el protagonista, y sus recuerdos.

El protagonista aprendió de su etapa inicial en El Correu, un periódico en la órbita de Banca Catalana y de Jordi Pujol, cierto espíritu de resistencia frente al poder. De Josep Maria Huertas Clavería, un periodista mítico, la doctrina que ampara la legitimidad de las redacciones frente a los intentos políticos o empresariales por amordazar o manipular la libertad de información.

Para quienes no estén al tanto de lo que sucedió, Huertas Clavería marcó una época en la prensa barcelonesa de los años sesenta y setenta, durante el franquismo, por su combativo periodismo de denuncia. Algo que costará trabajo entender hoy por la actitud genuflexa, en tiempos de democracia, de las principales cabeceras de la Ciudad Condal. Huertas, como cuenta Enric González, había formado un pelotón de reporteros aguerridos conocidos como huertamaros, evocando a los tupamaros, movimiento uruguayo de guerrilla urbana. El término lo inventó Joan de Sagarra, al que también se deben la cultureta o aquello de la gauche divine. Fue sometido a un consejo de guerra y lo empapelaron por publicar en el vespertino «Tele-Express» cómo algunas viudas de militares regentaban meublés. Aquel periodista represaliado, al que incluso llegaron a relacionar con ETA, tituló sus memorias Cada taula, un Vietnam (Cada mesa, un Vietnam) y de esa frase Enric González extrajo las conclusiones oportunas para atrincherarse en la resistencia que el oficio tiene que seguir planteando para no perder su razón de ser. «Cada mesa, un Vietnam», se repite el autor de Memorias líquidas hasta considerarlo una lección aprendida. De eso va el libro.