Desde hace algunos años se está gestando una teología que, según parece, tiene entre sus objetivos una cierta «revolución», al aspirar a cambiar radicalmente ciertas creencias y determinados usos políticos imperantes. Pero ¿de qué revolución se trata?, ¿de una intensificación de un credo por definir y en marcha, como la llevada a cabo por Pablo de Tarso o por Agustín de Hipona?, ¿de una «nueva» religión como la de Mahoma?, ¿o de una escisión crítica como la de Lutero?, ¿o tal vez...?

Uno de los escenarios de esta reciente teología se nuclea en torno a las ideas de John Milbank, fundador del movimiento anglocatólico Ortodoxia Radical. Sus ideas le han llevado a una conocida polémica con Slavoj Zizek, que ha dado lugar a una publicación conjunta: The Monstrosity of Christ (MIT Press, 2009). La controversia entre dos posturas, en principio tan ajenas una de la otra, un cristiano y un ateo, Milbank y Zizek, solo parece ser posible si comparten algo en común. En este caso, ambos rechazan los valores decadentes de la modernidad y coinciden en dar gran importancia cultural a la religión. Zizek ya lo demostró en el año 2000 con su El frágil Absoluto o ¿por qué merece la pena luchar por el legado cristiano?

Como continuación de esa polémica, surge ahora la que entablan Slavoj Zizek y Boris Gunjevic, en El dolor de Dios, que más que controversia es un entrelazamiento de textos, procedentes de polos distantes, la creencia y la no creencia, pero polos que se atraen al formar parte de un universo unido por múltiples referencias intelectuales: Freud, Lacan, Badiou, Deleuze, Foucault, Agamben..., además de la tradición de la teología cristiana y del neoplatonismo.

La experiencia de compartir un discurso teológico, desde distintos anclajes filosóficos, no es nueva sino más bien reiterativa y hasta, diríamos, obligada, como comprobamos ya con B. Russell y F. Copleston y muy recientemente en Dios salve a la razón, entre Benedicto XVI (Ratzinger) y diversos intelectuales de tendencias muy variadas (cristianos, judíos, musulmanes, agnósticos y ateos), entre los cuales destaca la contribución de Gustavo Bueno, como una verdadera joya filosófica atenta a la distinción de dos planos, que no deben ser confundidos: las diferentes ideas de Dios y sus distintos usos culturales.

Gunjevic, teólogo y sacerdote luterano, cuyo verbo está investido de «maneras radicales», comparte con Zizek un amplio espectro de posiciones: desde una interpretación de la tradición filosófico-teológica cristiana, compatibles entre sí, hasta un repudio similar hacia el capitalismo y su reduccionismo axiológico. El libro que ambos construyen, y que ahora comentamos, intenta trazar nuevas vías de entender una praxis religiosa y una idea de Dios más armonizadas con los problemas de estos tiempos posmodernos de salvaje neoliberalismo económico.

Con ellos dos tenemos la ocasión de repasar lo que separa y une al judaísmo/ islamismo/ cristianismo: ¿Qué lejos o cerca están el Yahvé mesiánico, el Alá trascendente innombrable y el Dios trino y encarnado, respectivamente? Y también revisar lo que articula y distancia al protestantismo/ ortodoxia/ catolicismo: ¿Hasta qué grado son compatibles, por una parte, la fe sobre las obras como acceso a Dios, el contacto con Dios a través de lo valioso del mundo y, finalmente, la incesante tensión hacia Dios tras sus huellas, que han de ser interpretadas por Roma?

Si el objetivo de Zizek es salir en defensa de los valores culturales del cristianismo, el de Gunjevic aspira, coincidiendo con Milbank, a una reunificación de todos los credos cristianos, a la luz de una nueva teología. En ocasiones se hace difícil comprender directamente cuál de los dos, Zizek y Gunjevic, es el creyente y cuál el incrédulo. Sin embargo, sus discursos quedan subtendidos en torno a dos polos enfrentados: uno resuelto en la inmanencia y el otro en la trascendencia; el primero pensando sobre fondo pluralista y el segundo concibiendo un conjunto englobante monista; el ateo construyendo desde su materialismo y el creyente atraído por una ontología espiritualista.

En estos niveles de análisis del problema de la religión donde se comparte una perspectiva histórica homologable hasta cierto punto, se está tratando, a mi entender, no ya en primer plano de creer o de negar, sino de forjar una «estética» general de nuestra comprensión de la realidad que sea más o menos coherente. Y la coherencia, en ambos casos, se siente que ha de venir a comprobarse en las praxis, en las obras. Parecería como si Zizek y Gunjevic nos dijeran: «Hasta ahora las religiones se han dedicado a afirmar su verdad en exclusiva; pero de lo que se trata, en adelante, es de mostrar la consistencia de nuestra praxis ético-política al entrar en relación con el resto de nuestras ideas o creencias».