En China, en los años noventa, el inagotable goteo de mutaciones ensayadas por el régimen para generar riqueza llegó a la sangre. Millones de personas fueron alentadas a venderla para nutrir los providenciales bancos y los bolsillos de los intermediarios. Lo malo fue que las extracciones se hicieron sin garantías y el sida se extendió imparable como la hemorragia de un hemofílico. La provincia de Henan, de la que es originario Yan Lianke, fue, con sus noventa millones de habitantes, una de las más devastadas por la codicia. En ella sitúa el autor -multipremiado en el extranjero y multiprohibido en su país- la aldea Ding. Lianke se sirve del punto de vista de un niño difunto de 12 años para narrar, desde un asombro atravesado de lirismo calmo, la pesadilla que va haciendo caer uno a uno a sus habitantes. El sueño de la aldea Ding, a ratos descarnado, a ratos oniroide, es siempre un aldabonazo en la conciencia. Pero, por encima de todo, es una novela redonda que funde los mejores hallazgos de la tradición china y de la literatura occidental.