Se edita en España La serpiente sin ojos, novela del colombiano William Ospina (1954), y última de su trilogía sobre la conquista de América, junto a Ursúa (2005) y El País de la Canela (2008); ocasión, pues, para comentar el ciclo completo. Adelanto que recomiendo su lectura; para decir así que el hecho de que las de Ospina se ofrezcan como exponente actual de la novela histórica hispanoamericana da idea de las dudas en que vive el género, desnortado tras décadas de un experimentalismo, el de la nueva novela histórica, convertido en un catálogo de trucos.

Aquella renovación trató de dignificar un género degradado a literatura de quiosco. Sobre el molde del modernismo narrativo anglosajón y luego de la postmodernidad, comenzó escribiendo en los intersticios de la Historia, para acabar descubriendo que ésta no existía, sino en la pura retórica. Así, sólo era posible escribir una novela no ya histórica (sobre los hechos) sino historiográfica (sobre la propia escritura), lo que hizo proliferar novelas antinarrativas, plagadas de interrupciones, notas al pie, anacronismos y recordatorios de la mano del autor, o sea, de la mentira de la verdad histórica. Deshecho el encanto de la narración, tocaba regresar a su cálido espejismo. Pero cómo, es algo que hoy no ha sabido resolverse. A menos que nos conformemos con volver a los episodios nacionales.

Esta saga se ubica en el ciclo secundario de la conquista del Perú, el de la fundación del Reino de Nueva Granada, la exploración de la Hoya Amazónica y la búsqueda de algunos mitos (Eldorado, el País de la Canela, la Ciudad de los Césares). El relato se hilvana en la figura de Pedro de Ursúa, noble navarro que pasara a Indias en pos de riqueza y fama, para acabar asesinado diez veces, por otras tantas manos de sus hombres, a la voz de Lope de Aguirre, loco, traidor y tirano. El narrador es un memorioso amanuense criollo, veterano de la expedición de Gonzalo Pizarro al País de la Canela (1541), por el curso del Marañón hasta descubrir el Amazonas con Orellana; y que acabará sirviendo a Ursúa en su expedición a Eldorado (1559). Así, Ursúa cuenta la vida del capitán hasta su partida a esa jornada de Omagua. El País de la Canela, la mejor del ciclo y Premio Rómulo Gallegos en 2009, es una "precuela" de la vida del narrador, sus orígenes como ayudante del cronista Gonzalo Fernández de Oviedo y como parte de esa insensata expedición de la Canela. El hilo de Ursúa se recobra al fin en La serpiente sin ojos, que narra la trágica búsqueda de Eldorado.

Resuenan aquí las derivas fluviales del Maqroll de Álvaro Mutis y la frase amplia y sentenciosa de García Márquez, pero sin su hábil oportunidad, abusando de una sabiduría vital algo redicha. Aun así la narración se pega al afán informativo, desde una distancia épica que impide profundizar en lances a los que dar el valor epifánico que la literatura debe poseer. Por eso, los conquistadores resultan no ya brutales e inhumanos, sino deshumanizados: cuerpo para frases, hieráticos, estatuas de sí mismos.

No sabría decir qué es lo que, sin igualarlas, añade este ciclo a lo que ya conocemos de otras novelas (Sender, Uslar Pietri, Otero Silva) o el cine (Herzog, Saura). Ni cómo el autor, ante la violencia endémica de su país, no ha aprovechado materia y época (que es la de las rebeliones y guerras civiles de conquistadores), para indagar en su fuente. A veces parece a punto, como frente a esa serpiente sin ojos, el río que envuelve vidas y destinos y los lleva a la metamorfosis selvática: "¿En qué momento una aventura empieza a convertirse en un crimen? (?) ¿De qué manera una cruzada llena de ideales se despeña en una carnicería?" (p. 189). Pero el tema no se sigue, sacrificado a ese afán informativo de los hitos de una conquista que derivó en el cainismo; y sentimos así desaprovechado el conradiano río maléfico.

Dicho esto, he leído estas novelas con placer y fruición, salvo que casi al margen de la literatura, como podría ir a un documentado sumario de las obras de donde se extraen los hechos y cuyos silencios suple la imaginación del novelista: historiadores como Prescott, cronistas como Fernández de Oviedo, Cieza de León o Francisco Vázquez, o poetas como Juan de Castellanos, cuya monumental Elegías de varones ilustres de Indias (1589) nutre muchos retratos.

La novela histórica sigue en una encrucijada de la que no sabe cómo ni adónde salir; entre el expositor giratorio del quiosco, la Historia novelada o la improbable vuelta al experimentalismo archisabido. Un género tan despreciado pero de equilibrios tan difíciles que a veces provee, como aquí, el placer sin gusto.