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Sin música, una genial novela del ovetense Chus Fernández

El mayor problema de Chus Fernández (Oviedo, 1974) es su insultante exceso de talento, si es que el talento llega a ser alguna vez excesivo, y si eso en sí es un problema. Dicho esto no para cubrir el expediente de la objeción, sino para trazar de un rasgo la figura del escritor más valioso que encuentro en la creación reciente en español. Valioso o valeroso, en el que termino por admirar lo que intenta tanto como lo que consigue.

Quizá como todo genio, es probable que Chus Fernández solo sepa hacer bien una cosa. Por eso ha escrito cuatro veces la misma novela, o casi -Los tiempos que corren (2001), Defensa personal (2002), Paracaidistas (2011) y esta Sin música-. Densas historias familiares de anécdota esquemática donde el asunto se revela la búsqueda de la voz, cedida al elemento más quebradizo de esa unidad, el adolescente o el niño cuya mirada ilumina las relaciones de sus seres queridos, y a través de ellas el mundo. Esta novela continúa donde dejábamos la historia y la particular voz de la anterior, "Paracaidistas", el relato en primera persona del niño que perdía a su hermano mayor en un accidente de moto. Asistimos ahora al lento derrumbe familiar que esa pérdida ha ido causando. Entre las dos novelas, el narrador ha alcanzado ya una pubertad que tan pronto le descubre el primer amor como le vuelve ajeno al extraño idioma afectivo de sus padres, cuyo matrimonio se resquebraja como el hielo.

En la simbólica estación del verano (ese espejismo de una Arcadia sin tiempo ni sombra), el último verano de su infancia, el narrador escribe este largo mensaje a su hermana, quien, mientras sigue arrojando a la cara de los padres su brusca emancipación, no encuentra tiempo para responder a este niño a quien sus compañeros y su propio padre definen como "raro" (pp. 171, 176): solitario, mudo, hipersensible, obsesivo, de memoria prodigiosa y cierta afasia expresiva unida al don de la epifanía oracular: "La pena es una serpentina que uno recoge del suelo y vuelve a lanzar" (p. 96); "El mar era eso: la mitad de todos, una promesa que sobrevive a sus destinatarios" (p. 174); "El amor es una mano en un zapato" (p. 252).

Con este ciclo novelístico Chus Fernández ha creado una voz potentísima y de complicados equilibrios. "Sin música" atenúa los problemas de "Paracaidistas" en la construcción del personaje a través de esa voz. Cierto que las peculiaridades de este niño deparan una voz muy exigente para el autor; pero la sospecha es que la voz no busca al personaje, sino que es el diseño del personaje el que busca y sirve para justificar una voz preexistente que es la del autor. Se atenúan aquí esos problemas de régimen narrativo, que hacían que la voz autorial se sobrepusiera a la del niño (en parte porque ahora el niño ha crecido), pero no se solucionan del todo, lo que no es capricho de tratadista aristotélico, sino el requisito del lector para firmar el pacto de ficción: para que el personaje tome cuerpo y no sea un compuesto retórico.

Así, en el mismo preadolescente que ya va al instituto, toma café y se enamora, y al que ahora las cosas le flipan, le parecen la hostia o se la traen floja, parece impropio que pregunte a su padre qué significa transformar (p. 178), al tiempo que, sobre todo, enlaza observaciones solo a disposición de (algunos)adultos: "hay en el baile un abandono, no una entrega sino algo más cercano a la gracia: la absoluta renuncia a uno mismo" (pp. 146-147). Por lo mismo, el hecho de que los distintos personajes hablen siempre igual en virtud de la memoria sobrehumana del narrador que los filtra parece más un recurso que una solución. Pero si esos desajustes son el peaje para una voz con su potencia y libertad, solo cabe celebrar reencontrarnos con una literatura en estado de gracia; una narrativa que no busca llamarse tal, donde la anécdota es casi una excusa para la frase.La historia como mero excipiente de la escritura, y esta como una acumulación de impresiones: "Hay una gran diferencia [?] entre la forma en que los mayores cuentan algo y la forma en que lo estoy haciendo yo: ellos hablan de las cosan que pasan; yo hablo de cómo me hacen sentir esas cosas" (p. 111).

Esas cosas son que la resonante ausencia del hermano mayor ha poblado la casa de indiferencia e infortunio. Que su hermana se ha largado para no asistir la derrota de sus padres. Que su madre recobra la amistad juvenil de Samuel, de la que expulsa a su marido. Que este niño buscará a toda costa dar elocuencia y sentido al quieto tiempo estival, guiándolo en los compases de una música que conjure el silencio.

Y contra el silencio no solo está el músico callejero que oye por la ventana (sublimes las letras de sus canciones), sino la sorda melodía interna de un texto donde resuena la vibración clásica de Salinger o Carver con la reverberación expresionista de Cheever,Richard Ford o Eloy Tizón. Determinados párrafos, en su perturbadora inocencia, en el vuelo melodramático al que no renuncian, pueden leerse a media voz con el fondo del "Carnaval de los animales" de Camille Saint-Saëns -"El cisne", y más aún "Acuario"-.Prueben a hacerlo, y si a la vuelta no han llorado, de emoción y gratitud, es solo su problema.Cuando el autor coincida en que lo auténtico de esta suprema novela está en esa condición de melodrama (sí, drama acompañado de música) y afine sus moldes clásicos, relativizando la gregaria superstición de la originalidad, asistiremos al vuelo libre del genio. Nunca he estado tan cerca de uno.

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