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El “West Side Story” de Steven Spielberg, un reencuentro con los Jets y los Sharks, María y Anita

La película ofrece otras posibilidades de sentirse implicado

Una escena de “West Side Story”, última película de Steven Spielberg.

Mi reencuentro con los Jets y los Sharks, con María y Anita, con una parte de la ciudad de Nueva York puntuada por los depósitos de agua como casitas circulares en los tejados y las escaleras de incendios venía precedido de reseñas de todo tipo que, inevitablemente, partían de la “West Side Story” de Robert Wise y Jerome Robbins. El mío también, por supuesto, pero, como ocurre cuando se escucha un cuento conocido como los infantiles, lo que importa no es tanto la historia en sí (ya la sabemos) sino el cómo nos la cuentan.

Steven Spielberg definitivamente quiere imprimirle su sello a esta versión de unos Capuleto y Montesco que está poblada por personajes muy alejados de los lujos y el buen vivir de los veroneses. La rivalidad en este lado Oeste de Manhattan de principios de los 50 se da entre hijos o nietos de inmigrantes europeos y portorriqueños prácticamente recién llegados.

Spielberg hace especial hincapié en esta única línea de diferenciación (por lo demás todos viven en un barrio a punto de dejar de ser obrero y, por lo tanto, de ser “su” barrio) a través de su selección de actores y de su manera de expresarse: hablan con el acento característico de los portorriqueños y cambian de código lingüístico (del inglés al español y viceversa) en medio de una frase. Por desgracia para quienes hemos visto la película aquí, el doblaje espartano de la mayoría de nuestras salas nos deja sin poder apreciar estas sutilezas.

Otra manera en la que se nos presenta la división entre un grupo y otro es en el uso de colores: los Sharks y su ambiente se identifican con colores brillantes y cálidos, luminosos, como ecos de su isla natal mientras que los Jets parecen inmersos en los mismos grises y azules apagados que generan el polvo y la decadencia inminente del entorno en el que viven y se mueven.

Con todo, lo que realmente me impresionó fue el tratamiento de la música. Por supuesto, también recordamos todas y cada una de las piezas musicales escritas por Leonard Bernstein. Recordemos también, sin embargo, que el propio Bernstein encontraba que la orquestación de su obra en la película era arrogante y falta de textura y sutileza. Así es que, en la película de Spielberg, y a pesar de que nos queda clarísimo que estamos viendo un musical, nada es tan espectacular o tan trepidante como en la versión de 1961. Si ya el coup de foudre entre María y Tony está tratado como algo más inocente y, hasta cierto punto, más creíble que el de su predecesor, no puede extrañarnos que la música vaya por senderos sutilmente distintos. El director de la banda sonora en esta versión es Gustavo Dudamel y es obvio que opta por permitir que la música toque todas nuestras fibras (incluidas las de la memoria) sin el arrebato de antaño. El resultado es que podemos percibir casi cada nota, cada cadencia, cada fuga sin perder detalle. La textura de la que hablaba Bernstein es lo primordial en esta versión.

En su conjunto esta West Side Story sabe que vuelve a un pasado irrecuperable por doble partida: la tragedia amorosa de María y Tony y la social entre anglos y latinos. Al hacer presente ambas situaciones en su película, sin embargo, Spielberg nos da algo que revisitar y sobre lo que meditar hoy por hoy sin abandonarnos a una dulce y distante nostalgia. No es que este West Side Story me haya gustado más o menos que el de hace medio siglo, me gusta de otra manera: me ofrece otras posibilidades de sentirme implicada en lo que veo y oigo, de que me siga conmoviendo la misma historia pero por otros caminos que, quizás, no habría vislumbrado nunca de no ser por el trabajo de Spielberg.

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