Que un club como el Real Oviedo quede campeón en Segunda B no es algo extraordinario. Presupuesto, plantilla, historia y afición casi le obligan a ello, a no ser que la entidad caiga en manos de bombillos en el palco y de vagos e ineptos en el campo. Lo que ya no es tan normal, salvo alguna caraja, es cómo ha conseguido el equipo este campeonato: arrollando y con una autoridad pocas veces vista en el fútbol español. A Egea y sus muchachos hay que agradecerles el haber conseguido devolver la ilusión y el orgullo a una afición que lleva recibiendo palos desde hace más de una década. Ir al Tartiere ha dejado de ser una tortura futbolística. La gente está identificada con el equipo, se divierte y vibra con los suyos. El Oviedo está despachando una Liga extraordinaria, en la que pasa por encima de sus rivales, con goles, rachas de muy buen al fútbol y esas dosis de orgullo, valor y garra que son obligadas para cualquiera que se ponga la camiseta azul. A falta de la reválida de mayo -la importante- el equipo va camino de la matrícula de honor. Hay motivos para soñar ahora que, tras este merecido brindis por el campeonato, se acerca la hora de la verdad que marca la frontera del éxito. La gestión que haga Sergio Egea del periodo que queda hasta la promoción se antoja fundamental. No puede haber la más mínima relajación para que el equipo llegue a los partidos decisivos lanzado, con tensión competitiva y en plenitud física y futbolística. Pero tampoco se pueden permitir riesgos innecesarios que nos dejen sin piezas fundamentales para afrontar el reto del ascenso. Confiemos en el míster, que motivos ha dado para ello, y disfrutemos del momento. El oviedismo se lo merece.