La semana se cerró de la mejor manera posible para los que creemos que el deporte debe de recompensar a los que más le honran. Alejandro Valverde sería igual de grande sin el mundial que consiguió ayer en Innsbruck, pero está bien que lo haya incorporado a su magnífico palmarés para darle un baño de oro. Con 38 años quizá era su última oportunidad de vestirse con el maillot arco iris y la aprovechó a conciencia. Con el apoyo del equipo -ese que quizá le faltó en otras ocasiones-, el murciano demostró que es un valor seguro, al menos en pruebas que no le exijan estar tres semanas a tope. Aquí tenemos al deportista total, que acepta y cumple a rajatabla el papel que le asignan sus directores en cada momento. Valverde ha sabido ser gregario durante muchos años de manera ejemplar, incluso cuando en sus adentros se sabía mejor que el compañero para el que trabajaba. Y también es un líder admirable. Porque ayer, entre lágrimas, sus primeras palabras fueron para reconocer el esfuerzo de los corredores que le ayudaron a cruzar la línea de meta el primero. Se acordó -algo raro en deportistas que han llegado a ese nivel y se olvidan de sus orígenes- de la federación española, que ha sabido crear las condiciones para llegar al éxito. En eso, en la humildad de reconocer que no hubiese podido conseguir nada él solo, Valverde también demuestra que es el mejor del mundo.