Me marché a Estados Unidos en el verano de 1996, hace ya algo más de 22 años. En el último año que pasé en España, la renta per cápita de Asturias fue equivalente al 88.8% de la española. En 2017, fue del 88.2%. A primera vista este número no parece excesivamente alarmante: solo una caída en la posición relativa de la renta de nuestra región de un 0.6%. Pero tal complacencia es altamente peligrosa por tres motivos.

El primer motivo es porque aquellas economías regionales que funcionan correctamente y son más pobres que la media, tienden a "converger" hacia la media de renta per cápita del país. Esto es lo que ha ocurrido, por ejemplo, con Galicia. En 1995, la renta per cápita en Galicia era el 82% de la española. En 2017, era el 90%. Mientras Galicia ha reducido 8 de los 18 puntos porcentuales de diferencia con el resto de España, nosotros hemos perdido algo más de medio punto. ¿Por qué los gallegos prosperan relativamente y nosotros no?

El segundo motivo es porque la mayor parte de esta caída de la renta relativa de Asturias se ha producido en la última década. Mientras que de 1995 a 2007, Asturias creció algo más que la media de España, de 2008 a 2017, el crecimiento acumulado de renta per cápita de nuestra región ha sido negativo, únicamente siendo capaces de superar a Canarias y Cantabria. La situación, lejos de revertir, parece empeorar.

El tercer motivo es porque este empeoramiento de la situación relativa de Asturias se prolonga ya por muchas décadas, sin expectativa de mejora. No hace tanto tiempo, en 1955, la renta per cápita de Asturias era el 108.5% de la española. Esta ventaja refleja que Asturias había sido uno de los pocos puntos brillantes en el triste panorama de la revolución industrial en España. En las últimas décadas, algunas veces más deprisa, algunas veces más despacio, pero de manera casi constante, Asturias ha ido perdiendo paso con respecto a España. De ser pioneros, nos hemos transformado en mediocres seguidores.

Dentro y fuera. Desde dentro del Principado algunos ciudadanos lo notan menos. Las enormes transferencias sociales que trajo la reconversión industrial y el cierre paulatino del carbón y las grandes inversiones en infraestructura han mantenido el consumo privado en Asturias a niveles relativamente altos para el conjunto de España. De igual manera, la caída de la población, un 5.5% de 1995 a 2017 (cuando el resto de España ha crecido un 17.5%), ha aliviado parte de las peores tensiones sociales, con muchos jóvenes buscando un futuro en otras partes del mundo y, llevando, con ellos, sus penas.

Pero desde fuera, para los que venimos solo de vez en cuando, el efecto de estas décadas en Asturias es demoledor. Cuando los amigos nos reencontramos los unos con los otros en Navidades, después de no habernos visto por un año entero, siempre necesitamos de unos segundos para recuperarnos del primer susto. Algún amigo ha engordado. Otro ha perdido pelo. Y todos, quien más, quien menos, parecemos más viejos. Lo que no se nota en el día a día es patente con la distancia de un año, de una década o de 22 años. Lo mismo que siento yo de mis amigos al verlos en Navidad (o lo que, con toda seguridad, sienten ellos de mi) compruebo cada vez que llego a Oviedo o paseo por Ribadesella. Los números que presentaba anteriormente, de renta per cápita, de población y muchos otros de fertilidad, de tasa de actividad, de innovación empresarial y de productividad que me ahorro para no abrumar al lector solo confirman lo que mis ojos me dicen.

Cuando yo era un niño, Asturias era más rica que el resto de España. Era obvio incluso para un crío: mejores coches, las casas pintadas más recientemente, tiendas más llenas. Hoy, es todo lo contrario: coches viejos, casas que tuvieron mejores días, locales cerrados. Y lo que es peor, una falta de vitalidad en los ojos de muchos, la sensación de una cierta resignación a la decadencia, a la gestión con más o menos fortuna de lo que fuera una economía puntera en España.

Las razones esgrimidas en el debate público en el Principado son de sobra conocidas: la reconversión industrial, el fin del carbón, la falta de atención de las administraciones públicas. Todos estos argumentos tienen algo de verdad en ellos. La reconversión industrial se hizo a veces con criterios más políticos que económicos (aunque en Sagunto tienen mucho más que quejarse que nosotros; lo que les hicieron a ellos si que no tuvo ni pies ni cabeza). El final de una industria con tanto peso como la minera tenía en las Cuencas es siempre compleja de manejar. Y los gobiernos nacionales no siempre han tomado las mejores decisiones para la región.

Del País Vasco a Pittsburgh. Cuando uno considera toda la evidencia, ninguna de esas razones es suficientemente convincente. El País Vasco también tuvo que asumir una fuerte reconversión industrial y en un contexto muy difícil marcado por la violencia terrorista. Y, sin embargo, en los últimos diez años, el País Vasco ha visto crecer su renta per cápita un 5.9% mientras la nuestra ha caído un 1.3%. Ellos han ganado población, nosotros la hemos perdido. Bilbao se ha creado un nombre internacional. Oviedo, no.

Y no, no es el cupo. La mejor prueba de ello es Asturias misma. Según el sistema de cuentas públicas territorializadas elaborado por el Ministerio de Hacienda, en 2014 (el último año disponible), Asturias tuvo un saldo fiscal -la diferencia entre lo pagado y lo recibido de las administraciones públicas- positivo de 1.986 euros por persona. Este saldo fue el cuarto más alto de España, solo por detrás de Ceuta y Melilla, Canarias y Extremadura. Es difícil argumentar que tal número refleja un maltrato relativo de Asturias. Todo lo contrario. En comparación, el País Vasco tuvo un saldo fiscal positivo de 1.547 euros, un número ilógico dada la renta per cápita vasca (el saldo de nuestros vecinos del Este debería de ser negativo, como lo es de Madrid o Cataluña), pero inferior al de Asturias. El cupo vasco está calculado de manera incorrecta, lo cual es injusto, pero menos transferencias fiscales desde el País Vasco al resto de España de las que tendrían que ocurrir no son la causa del crecimiento de esa comunidad autónoma. La riqueza la crea el mercado, no el talonario público.

Igualmente, muchas otras regiones fuera de España han superado reconversiones industriales incluso más doloras que las de Asturias. En mi propio estado de Pennsylvania, Pittsburgh supo transformarse de una ciudad arrasada por el cierre de la siderurgia a una ciudad vibrante y de alta tecnología con universidades de prestigio internacional y líderes en robótica, informática y biotecnología.

El factor político. De hecho, quizás el mejor argumento para explicar el declive relativo de Asturias no es tanto la desatención de los gobiernos nacionales, sino la excesiva generosidad de tales gobiernos con la región. La fuerza política de los sindicatos, ejercida de manera reiterada en huelgas y manifestaciones, retrasó por décadas que se encarase la realidad. En vez de sentarnos en 1978 a pensar de verdad el futuro de Asturias, el dinero público permitió la creación de redes clientelares dirigidas por neo-caciques como José Ángel Fernández Villa que aseguraban los votos necesarios en las Cortes de Madrid y la relativa tranquilidad en las Cuencas a cambio del lucro personal de unos pocos y el "soborno" de muchos.

En vez de crear un sistema educativo para formar a los trabajadores del siglo XXI, hemos montado un sistema que tira sin mérito alguno. Su cúspide, la Universidad de Oviedo, languidece en un oscuro puesto 36º. entre las instituciones españolas de educación superior, según un ranking elaborado por el Consejo Superior de Investigaciones Científicas, algo que probablemente haga retorcer de dolor a Jovellanos en su tumba. Competir con las grandes universidades de Madrid y Barcelona es difícil. Competir con la Universidad de Cantabria (puesto 14º.) no debería serlo. A niveles inferiores, Asturias puntúa un poco mejor que la media de España (no muy buena, todo hay que decirlo) en la sexta edición del Programa para la Evaluación Internacional de Alumnos (PISA 2015), pero por debajo de comunidades como Castilla y León o Galicia con las cuales deberíamos de poder compararnos sin problema.

En vez de crear un marco de negocios competitivo, con unos buenos servicios públicos y un sistema regulatorio adecuado, nos hemos dedicado a pensar que la subvención de las zonas de urgente reindustrialización o equivalentes podrían atraer empresas que rescatarían a la región. Solo hay que conducir por los polígonos de las Cuencas para darse cuenta del fracaso de tal enfoque. Las subvenciones nunca han creado riqueza, ni aquí ni en ningún otro sitio. La riqueza la crea vender ropa con excelente razón calidad-precio en todo el mundo como Inditex.

En vez de empujar al Principado hacia una economía del conocimiento, nos hemos obsesionado con un AVE que no deja de ser un elefante blanco que no pasa ningún criterio de coste-beneficio económico medianamente sensato y que servirá para poco a un precio descomunal. Y, lo que es más grave, en vez de afrontar que las culpas sean quizás nuestras, siempre hemos buscado la excusa facilona. El marco de autogobierno creado por la Constitución de 1978 era una excelente oportunidad para hacer las cosas mejor y no se han hecho.

Qué hacer. ¿Hay remedio? ¿Se puede frenar y quizás revertir el declive de Asturias? Claro que sí. La historia económica global nos enseña, una y otra vez, que las regiones se pueden recuperar, que incluso los casos más graves de decadencia no son un destino guiado por los dioses sino el producto de decisiones concretas, de instituciones que, en vez de favorecer el crecimiento, favorecen el status quo y las rentas de una minoría frente al bienestar de muchos.

La receta es sencilla y, en interés del espacio, solo la esbozaré en sus cuatro pilares fundamentales. Primero, la ruptura de las redes clientelares a las que me refería anteriormente y la inercia que las mismas generan. Segundo, la creación de un marco regulatorio adecuado para el crecimiento de las empresas, incluida unas cargas fiscales generosas con los que crean riqueza y empleo. Tercero, la apuesta por una educación pública de calidad, más preocupada por los intereses de los estudiantes y no el de los maestros y profesores. Cuarto, el abandono de la obsesión por las infraestructuras y los elefantes blancos públicos. Pero todas estas medidas pasan, antes, por un análisis sobrio de la realidad y de admitir que tenemos un problema económico muy serio. Los años de decadencia han de transformarse en promesas de futuro.