La fábrica asturiana de la multinacional aluminera estadounidense Alcoa, ubicada en Avilés, cumple por estas fechas un año haciendo equilibrios en la cuerda floja que tensa por un lado el coste de la electricidad que consume la planta y por el otro el precio mundial del aluminio. La ecuación, mal que bien, va saliendo pero cada año es agónico y la plantilla, formada por medio millar de trabajadores, se declara harta de vivir con la espada de Damocles pendiendo sobre sus cabezas.

La compañía aluminera lleva años repitiendo como un mantra la reivindicación de un marco estable y competitivo de costes eléctricos, redujo en un tercio su capacidad de producción para acomodarla al precio que paga por la luz e incluso llegó a anticipar en 2014 el escenario de un hipotético cierre de sus instalaciones si sus necesidades energéticas no eran atendidas. Tal situación no llegó a darse, pero la amenaza nunca se diluyó por completo; como botón de muestra de que Alcoa no bromea queda el recuerdo de la clausura de la fábrica italiana de Portovesme, dedicada al mismo negocio que la de Avilés y víctima de unos costes de la luz inasumibles para la multinacional.

La clave de la problemática de la fábrica de Alcoa en Avilés es que cuatro de cada diez euros de sus costes se dedican a pagar la factura de la luz, un recurso que consume de forma voraz por la configuración electrointensiva de su proceso productivo. Lo mismo les ocurre a Azsa y Arcelor, pero en menor escala. La "electrodependencia" de Alcoa es máxima. Los problemas del gigante del aluminio comenzaron cuando España tuvo que suprimir en 2009 la llamada tarifa G4, un precio bonificado de la electricidad que disfrutaban las grandes industrias como Alcoa; la Unión Europea vetó la G4 porque daba una ventaja competitiva a las industrias beneficiarias.

Desde la desaparición de la G4 no ha habido calma: primero un periodo transitorio de adaptación al libre mercado y acuerdos multilaterales con las compañías eléctricas, luego la entrada en juego de retribuciones millonarias a las industrias electrointensivas como Alcoa en compensación por su pertenencia al llamado servicio de interrumpibilidad (las fábricas se comprometen a reducir drásticamente su consumo eléctrico en caso de necesidad de la red nacional) y cuando esas ayudas (que alivian el impacto de la factura eléctrica) fueron vistas con recelo por la Unión Europea -corría el año 2014-, la introducción de un modelo aparentemente competitivo para el reparto de esas retribuciones de interrumpibilidad: una subasta anual a la que concurren todas las industrias de gran consumo eléctrico y en la que Alcoa suele salir malparada. O sea, condenada a seguir andando por la cuerda floja... y sin red de seguridad a sus pies.