Para empezar las cosas desde su comienzo sería oportuno dejar claro que el 17 o el 18 de julio de 1936 no fue un mero levantamiento militar ni el comienzo de una guerra civil, sino la reacción, tan española, de quienes habían perdido unas elecciones supuestamente democráticas y no se conformaban con el resultado. Había ocurrido lo mismo dos años antes. Cuando resultaron vencedoras las derechas y los socialistas desencadenaron la huelga revolucionaria que sólo subsistió en Asturias, con un triste balance de muertos y asesinados.

Se ha querido definir al español de varias maneras: como envidioso, vengativo, cruel, y le vendría al pelo otra definición: el que no sabe perder. Exprimiendo la frase puede completarse asegurando que tampoco sabe ganar y eso lo llevamos colgando desde las guerras de Flandes, donde el prestigio militar de nuestra nación quedaba desvirtuado por la represión inquisitorial en las zonas conquistadas. Cuantos hayan visitado Bruselas y su preciosa plaza principal habrán reparado en los monigotes que cuelgan del techo en alguno de los cafés; eran representación de soldados españoles ahorcados. Uno de los céntricos barrios de aquella ciudad se llama Amigó, con acento en la «o» para los francófonos, y recordaba la palabra que los mangas verdes del Tribunal del Santo Oficio decían al protestante, agarrándolo del brazo: «¡Vamos, amigo!». Hay un hotel del mismo nombre, donde me alojé.

Lo del 36 empezó siendo un berrinche de los conservadores, que tuvo el antecedente en el 10 de agosto de l932, donde un golpista casi profesional, el general Sanjurjo, mostraba su disconformidad con la República, aunque no quiso defender a la Monarquía de Alfonso XIII siendo director general de la Guardia Civil. Tengo un recuerdo personal, pues en aquella fecha vivíamos en la calle madrileña de Antonio Maura, muy cercana a la Cibeles, donde se dispararon algunos tiros pretendiendo ocupar el edificio de Correos -ahora Ayuntamiento- y el Ministerio de la Guerra, en la misma plaza. Aún se recogían en el paseo de Recoletos casquillos de los fusiles disparados.

Aquella algarada, con la condena a muerte del cabecilla, sustituida por el destierro, marcaba un camino. Hay que decir, y lo recuerdan mis ojos adolescentes, que el ambiente se enrarecía por momentos. Los militares que tanto habían sido en la historia precedente no se atrevían a salir a la calle de uniforme. Si se reunían varios a tomar unas cervezas en cualquier terraza, surgían proletarios que les echaban granos de maíz a las botas, motejándolos de gallinas. Había pasado la pirotecnia de la quema de conventos, entretenimiento favorito en aquellos tiempos en que no había televisión ni partido de fútbol entre semana.

Las huelgas estaban a la orden del día y no tardaron en aparecer los pistoleros de ambas facciones, aumentando el peligro de circular por las calles. A propósito, otro recuerdo personal. Concluí el Bachillerato a los 15 años y después de merodear por la FUE (Federación Universitaria de Estudiantes, izquierdista), Renovación Española (monárquicos) y algunas otras siglas, sin compromiso, me atrajo el ruido que hacía Falange Española y, sin posibilidades de afiliación ni tiempo que dedicarle, como hijo de familia sujeto a normas domésticas, me escapaba de casa para fanfarronear por la calle de Alcalá, paseo de gente joven que se politizó, es decir, devino en lugar donde nos agredíamos unos a otros y, con cierta imparcialidad, nos sacudían la porras de los guardias. Paseo arriba y abajo, entre las calles de Marqués de Cubas y la de Cedaceros, gritando consignas que a veces no entendíamos y esparciendo por las aceras octavillas que casi nadie leía.

Como digo, no había formalizado mi filiación, por causas ajenas, pero estaba considerado como miembro de una escuadra, en la Segunda Falange de la Primera Bandera, si mal no recuerdo. Por allí solían pasear chicas jóvenes, propicias al ligue, al noviazgo o a lo que se terciara. Iban en pandillas de tres, cinco o más, del brazo, escuchando entre risas los piropos o las barbaridades que les dirigían los varones. Uno de esos días, el camarada Machío, que ostentaba la jefatura de la escuadra, me presentó a un negro, al que le faltaba un brazo. «Éste es Johnson», me dijo con cierto orgullo. «Es uno de nuestros pistoleros». Supongo que estreché la única mano del cubano como si hubiera sido la de un héroe.

Cierta tarde, al echar al aire el último puñado de proclamas, me zarandearon y de un puntapié caí en la parte de atrás de una «yogurtera», que así llamaban a las furgonetas de la Policía. De allí a la Comisaría, al Juzgado y a la Cárcel Modelo, pero es otra historia.

Demos un salto sobre el período de la guerra. Franco había ganado por goleada, pero quedó el campo hecho una lástima. La digestión de la zona roja, donde carecían de casi todo, y la decisión cobarde de esa estéril y perniciosa organización que se llamó Sociedad de Naciones y luego ONU, tarda en ayudar a otro contendiente para acabar con las matanzas, prolongaron la pobreza de una nación herida de gravedad. La condición humana tiende a la supervivencia, con la misma fuerza que procura su destrucción y con grandes sacrificios y condicionamientos salió adelante.

Ojo, es importante el matiz, porque surgió una España distinta, que nada tenía que ver con las precedentes de una Monarquía obtusa ni con los peligrosos experimentos republicanos. En el país clasista, donde la inmensa mayoría calzaba alpargatas y una reducida clase vivía muy bien, empezaba a asomar la gaita una clase inédita, no bien definida, que amparaba a comerciantes, profesiones liberales, facultativos, funcionarios, la clase media, en suma, que ni siquiera durante la República y su permanente zozobra de orden público había permitido. No cabe duda que, serenamente, considerando las enormes dificultades para incorporarse al mundo moderno, sin haber tomado parte en la I Guerra Mundial, autoexcluidos a causa de los propios y pendientes problemas, la situación española, al concluir la contienda civil, no era halagüeña. Añadido el jirón de exiliados desprendidos del quehacer común. Las malas cosechas, la sequía, cercaron a este desdichado pueblo.

Creo que no se ha tomado demasiado en cuenta ese cambio, el nacimiento de un estamento intermedio, la floración de una sociedad civil en la que descansaba el fatigado brazo militar. Eran los vencedores, los que se creían con derecho al botín alcanzado, los ex combatientes, ex cautivos, falangistas, monárquicos, tradicionalistas, cedistas de Gil Robles (exiliado en Portugal), bajo el mando de un ser de poca diversidad mental. El equivalente, por ejemplo, en la Andalucía de los ERE, disponer del carné del PSOE. Franco era un militar destacado, que mandaba a sus iguales y que ejerció el poder como lo haría el general que asedia una plaza por los cuatro costados: sin entrar en ella, sin dormir en ella, con el puesto de mando a extramuros.

Se apoyaba en varios pilares: sus compañeros de armas, debidamente domesticados, una Iglesia que le fue útil y cuya colaboración es explicable, pues los enemigos habían hecho una importante escabechina entre sus filas, miles de sacerdotes y monjas asesinados con docenas de obispos, templos saqueados y daños que los clérigos supervivientes se cobraron con enorme influencia social que duró varias decenas de años.

No descuidó el dictador el mundo laboral y creó el tinglado sindical, del que es reflejo la actual coyunda socio-comunista, tan pasada de moda. A imagen de otros países totalitarios, puso en pie la organización sindical. Personalmente, nunca tuve ocasión ni necesidad de sindicarme, pero durante más de diez años caí, por casualidad, en una tertulia que celebraba almuerzos semanales en el Centro Riojano. Estaba compuesta, mayoritariamente, por letrados adscritos a las asesorías sindicales y doy fe de que aquellos hombres se preocupaban por darle una dimensión equitativa y legal a su función, batallando en diversos foros, en comisiones del Congreso de Procuradores, por dotar al país de un tejido sindical bien asentado.

Yo estaba fascinado entre ese desconocido mundo, en el que pontificaba con su vozarrón Carlos Iglesias Selgas, que era fiscal de carrera, como otro fiscal, Melitino García Carrero, y más contertulios entre los que era un oyente interesado y lego. Dudo que los ubicuos Cándido Méndez y Toxo cuenten con la sabiduría sindical de aquellos juristas, al tanto de la doctrina mundial.

Sufrió, todo hay que decirlo, la enseñanza. Podría dar fe, si sirviera para algo, de mi criterio sobre la privada y la pública. Caté las dos, al principio en el Colegio del Pilar y terminé el Bachillerato en un instituto de Segunda Enseñanza.

Sin condescendencia, la pública era bastante superior a la privada, dominaba un espíritu nuevo, las clases terminaban en seminarios, los catedráticos nos llevaban al cine para ver «El acorazado Potemkin», circunstancia que yo aprovechaba para meter mano a la chica de la butaca de al lado, si lo consentía.

Tras la guerra, con el cortejo de las depuraciones, la verdad es que la Instrucción Pública desmereció. La estúpida censura sembró de sal las bibliotecas y un alumno de Derecho o Filosofía o Medicina veía expurgadas las estanterías universitarias de libros indispensables, caídos en esa guerra incruenta. Fueron perjudiciales los llamados «exámenes patrióticos» en los que alcanzaron la licenciatura abogados, doctores, arquitectos mediocres y mal preparados, que se presentaban vestidos de uniforme ante un tribunal achantado. Hoy, sin aquel pretexto, la formación universitaria es muy deficiente. Cierto era que la mayoría de los intelectuales, entonces, si no de izquierdas, tampoco era de derechas; las lumbreras habían emigrado y los que quedaron tenían que andar con tiento, para esquivar la inquisición de los currinches impotentes que todo lo querían controlar.

Intento, a veces, imaginarme la reacción de cualquier español a quien, en aquellos años, le preguntaran si era franquista. El término, el concepto se inventó después, como se ha singularizado el nazismo, no como nacional socialismo, sino como propósito criminal; o el poético fascismo mussoliniano, también de raíz socialista. Estaba claro que la aristocracia, como fue, había desaparecido. Mejor dicho, se esforzaba en hacer negocios export-import en el Ministerio de Comercio y cubrir algunas «guardias» en Estéril, que consistían, generalmente, en agarrar una pítima con don Juan de Borbón en el Bar Inglés de Cascaes.

Con retraso, con dolor de corazón, con sacrificios y concesiones, se abría paso la clase media dentro de un lapso muy dilatado. Creo que es lo más positivo, pues las profundas revoluciones en la humanidad no se han hecho en las barricadas, sino con la paciente y tenaz determinación de las mujeres y los hombres de una comunidad. Las ya proscritas guerras civiles supusieron el tropezón que se da y que, de no caer por tierra, se dan unos rápidos pasos hacia delante. Es un riesgo que asumir.