Eloy MÉNDEZ

En el «Helimer 206» no hay hueco para los fallos. Cualquier error de cálculo o el mínimo movimiento en falso del helicóptero encargado de los rescates en la costa asturiana supone una amenaza para la seguridad de sus tripulantes y puede dar al traste con una operación. Por eso, los 16 expertos que trabajan en la base de Salvamento Marítimo de El Musel se preparan a conciencia tres veces por semana para dar la talla cuando llega el momento de la verdad. Son como un equipo de fútbol, que entrena de lunes a viernes para ganar el domingo. LA NUEVA ESPAÑA acompañó hace unos días a estos guardianes del mar durante dos de sus ejercicios, que desarrollaron frente al litoral gijonés y a milla y media del puerto de Llanes.

Son las ocho de la tarde del viernes 23 de abril y en el helipuerto ubicado junto a la terminal de graneles sólidos de El Musel nadie está parado. Por delante de una de las paredes del hangar, presidido por el lema «El eco del valor resuena eternamente» y donde cuelgan las fotografías de todos los trabajadores de la base, pasan embutidos en sus trajes de buzo, provistos con kit de supervivencia, Pablo Cortizas y Antonio Piñeiro. A ellos les toca esa noche ser los rescatadores durante un simulacro en el remolcador «Alonso de Chaves». Sus caras de concentración a una hora de la misión dejan bien claro que no es momento para bromas.

Mientras dos mecánicos remolcan la aeronave hacia la pista de despegue y aterrizaje, los cinco hombres que participarán en el ejercicio repasan en un despacho los detalles de cada movimiento. Es el momento del «briefing», cuando el piloto Javier Santamaría aprovecha para dar instrucciones a diestro y siniestro. Resueltas las dudas, todos al helicóptero y a volar.

A las nueve y media de la noche, las aspas del «Helimer» empiezan a girar y el aparato toma altura cargado con casi 1.200 kilos de combustible. Pedro Frande, un veterano operador de grúa que participó en el rescate de la tripulación del «Prestige», acapara el protagonismo en las tripas del pájaro. Por línea interna se comunica con el copiloto Rafael Luque y mantiene la tensión del resto de compañeros. En realidad, no hace falta. Contemplar Gijón a noventa pies de altura es suficiente motivo de presión. A lo lejos, el «Alonso de Chaves» navega a siete nudos. «Permiso para realizar el ejercicio», dice Santamaría. Tras la respuesta afirmativa del patrón del barco empieza «la función».

A tan sólo sesenta pies de altura, los marineros situados en la cubierta del remolcador parecen muñecos vestidos con trajes de color butano. Frande abre la puerta del helicóptero y se asegura de que el cable guía está bien sujeto. Cortizas se agarra a él con su arnés. «Derecha cuatro, derecha tres, derecha dos...». El operador de grúa da instrucciones al piloto para que mueva el aparato. Es su lazarillo. El rescatador, con luces fluorescentes en los brazos, se suelta y, en un abrir y cerrar de ojos, llega a la embarcación. Su compañero Piñeiro le imita. Después desciende una camilla.

En poco más de cinco minutos los dos repiten el movimiento a la inversa y están de nuevo en el aire. Estos gallegos nacidos en el 84, los más jóvenes de los 90 empleados que trabajan en toda España para la empresa subcontratada por el Ministerio de Fomento que se encarga de los rescates marítimos, saben que el tiempo es oro. Desde que se enrolaron en este cuerpo, tras pasar unas duras pruebas físicas que repiten cada año, han salvado varias vidas. «Por desgracia» también han recogido algunos cadáveres. Por eso, aseguran con conocimiento de causa que las prácticas más peligrosas se realizan en acantilados. «Cuando bajas por la cuerda y ves las rocas, el corazón se descontrola», reconocen.

Es lunes 26 de abril, día elegido para una práctica similar a la anterior. Con la costa de Llanes como decorado, brisa nordeste y el mar «como un plato», el patrón Laureano del Santo para los motores de la embarcación rápida de salvamento «Sant Carles», que llegó al oriente asturiano hace un año procedente de Tarragona para vigilar el litoral desde Lastres a Cantabria. La lancha, en la que también navegan el marinero Juan Ramón Pérez y el mecánico Cándido Martos, va a ser escenario de otro simulacro de rescate desde el «Helimer». A las diez y media, el ruido del helicóptero, –idéntico al siniestrado hace unas semanas en Almería con el resultado de tres muertos– anuncia el comienzo del ejercicio. Llega desde Gijón a una velocidad que puede alcanzar los 300 kilómetros por hora. Situado casi verticalmente sobre la embarcación, el rescatador Fidel Cantos desciende por el cable guía y cae al mar. Después, sus compañeros le facilitan una camilla y un muñeco que hará las veces de herido.

«La rapidez del ejercicio depende de muchos factores, pero es muy importante la destreza del piloto a la hora de hacer las maniobras», comenta Del Santo, que hace nueve años ingresó en Sasemar, la empresa encargada de controlar desde la superficie los rescates en el mar, dependiente de la Dirección General de Marina Mercante. El patrón se mantiene en continuo contacto con el helicóptero. «Es importante que se haga rápido, porque cubren una zona que va desde Ribadeo hasta Santander», advierte.

Dicho y hecho. El rescatador coloca el muñeco en la camilla y da indicaciones para que el operador de grúa comience a elevarlo. Después él se agarra al cable y sigue el mismo camino. «Muchas gracias por la colaboración», se escucha por la radio. «Gracias a vosotros y buen viaje», contestan desde la lancha. El «Helimer» da media vuelta y se aleja en paralelo a la costa. No volverá a despegar hasta el siguiente simulacro. Salvo que alguna emergencia convierta en realidad lo que suele ser una arriesgada ficción