Le asistía la razón a Desmond Morris cuando discurrió por escrito que el hombre continúa siendo «ese sencillo animal tribal de hace varios miles de años». Hay madrugadas que en este Gijón del alma y entretelas uno se topa por calles céntricas con el rastro etílico de una caterva de neandertales -o de «sidrones», ebrios de sidra-. O te destroza el tímpano a media tarde el paso de los hunos motorizados a escape libre, Atilas sobre dos ruedas que confunden la velocidad con el tocino y cuyas máquinas levantan del asfalto más decibelios que el altavoz de la tómbola de los hermanos Cachichi. Mas lo peor, el culmen de lo incívico, se antoja tropezar con esa escatológica Olimpiada del viernes noche, que reúne en competencia a mozalbetes por ver quién echa, desde la acera, la meada más larga. No sé por qué los arqueólogos se empeñan en buscar rastro de humanidad lejana en el yacimiento de la Campa Torres, si tienen a la vista en vías públicas a diversos cromañones que al resto nos traen de cráneo.