El drama de los refugiados
No puedo mirarles a la cara. Sus ojos me devoran con miles de preguntas que no soy capaz de responder. Siento náuseas por considerarme un ser humano y no hacer nada. ¿Cómo lo justificaré cuando pregunten qué hice para remediarlo? ¿Qué más tiene que pasar para que se intervenga? Oímos sus llantos, vemos sus caras de hambruna, la desesperación por la desdicha del destierro. Pero nosotros estamos sentados en el sofá.
Fronteras por aquí y por allá, trazadas para cerrar puertas al hambre, a la huida del terror y la guerra que nosotros mismos provocamos; víctimas directas bajo los escombros y oleadas de gentes huyendo, entre el lodo y las leyes inútiles. ¿Pero que respondemos a estos niños que aparecen tras la cámara? Solo piden un techo y un plato. Mientras, a nuestro alrededor sobran juguetes, tiramos comida, enloquecemos con las rebajas. Callamos y consentimos que los gobernantes manejen esta diáspora como una borrasca humana.
No sé dónde ni cuándo, pero terminarán encontrando un territorio para vivir. Otros se habrán quedado por el camino en cementerios anónimos. No nos perdonarán. Las cicatrices en el alma y el cuerpo las llevarán siempre, como testimonio de su tragedia. Nuestro pecado.
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