La brillante mente de Julio Magdalena se apagó ayer tras 94 años de vida entre acuarelas. El pintor, original del pueblo piloñés de Villamayor pero vinculado a Gijón durante buena parte de su vida, falleció a raíz de una infección que motivó su ingreso en Cabueñes el pasado viernes. De carácter reservado y tan centrado en el arte que caía con frecuencia en los despistes, la de Magdalena supone una pérdida irrecuperable para un sector cultural asturiano que le otorgó la categoría de “maestro” desde hace ya décadas. Será despedido este miércoles, a las 17.30 horas, en la iglesia parroquial de La Asunción, un templo que tendrá que quedarse pequeño ante las vigentes restricciones de aforo por el coronavirus.

Julio Magdalena a la derecha, junto a Luis Rubio y sus hijas Julia y Carmen en un homenaje en el Ateneo Jovellanos. | JUAN PLAZA

Magdalena empezó a pintar de niño, con unos 12 años, pero explica su familia que no llegó a vivir de ello hasta pasados los 50. Su talento era innato, ya en sus inicios uno de sus maestros de escuela quiso pedirle una beca para cursar Bellas Artes, pero el joven decidió irse finalmente a Valencia a estudiar aviación. Después, antes de volcarse en la pintura, el asturiano fue electricista en Electrogás y acabó fundó después la empresa Unitec con varios compañeros. Pero de esos años por los aires –por entonces los accidentes eran habituales– Magdalena guardó imágenes de muerte que tal vez se dejaron ver en su primera etapa pictórica, llena de tonalidades oscuras. “También quizá se debía a su timidez. Creo que fue la pintura lo que le ayudó a abrirse”, explica una de sus hijas, Julia Magdalena, que valora la filosofía del esfuerzo heredada de su padre: “Nunca fue el cliché del pintor bohemio. Él mantuvo a toda la familia, trabajó siempre, nos inculcó a todos eso de tener que esforzare para conseguir lo que se quiere”. Esos años de mayor confianza, cree su hija, llegaron también porque el pintor se rodeó entonces con toda una generación de mentes brillantes como Manuel Rodríguez Lana “Marola” y Nicanor Piñole. “Recuerdo días en los que terminaba emocionado un cuadro y salía corriendo a enseñárselo a estos amigos. Esa camaradería de entonces, que a lo mejor ahora ya no existe tanto, fue muy importante para él”, señala la descendiente.

Era la de Magdalena una mente compleja que trataba, normalmente sin éxito, encajar en una sociedad tal vez no tan acostumbrada a la reflexión y quedarse callada. Le costaba horrores conectar en conversaciones mundanas, no apreciaba especialmente los regalos u objetos lujos salvo que fuesen cuadros –cualquier pintura enviada por un artista era guardada como oro en paño en algún rincón de la casa– y era dado a pequeños despistes. “Era de esos que salía a la calle en zapatillas y ni se daba cuenta”, bromea ayer su hija. El artista, de hecho, dejó huella hasta en los sanitarios de Cabueñes que le atendieron estos días, que le comunicaron a la familia, asombrados, lo “buen paciente” que fue Magdalena.

Retrato de Julio Magdalena pintado por Marola. | JUAN PLAZA

Amigos y allegados del fallecido redactaron ayer un “in memoriam” que incluye tal vez el mejor lema para despedir a este callado genio del pincel: “Y se va en silencio, como siempre había querido, dejándonos su obra como el mejor testigo”. Solo se podrían añadir un par de cosas: que de joven supo darle patadas al balón –casi lo ficha el Valencia– y apoyó incansablemente al Sporting; que tuvo una esposa entregada, Ana María García Tuero, con la que se dedicó a viajar por todo el mundo a ver museos hasta que la perdió hace ahora seis años; que durante su servicio militar fue asistente del por entonces teniente y después general Manuel Gutiérrez Mellado –posteriormente vicepresidente del Gobierno–; y que había aparcado las pinturas hace ya una década por un ictus que le había nublado en parte su capacidad creativa, pero no la soñadora: siguió, hasta que pudo, visitando museos, participando en actos de apoyo a artistas, interesándose por los “brochazos limpios” y por las pinturas que no intentasen imitar las fotografías. Siempre dijo que el que dibuja copiando podría ser buen dibujante, pero no buen pintor, porque el buen pintor “desdibuja” con su imaginación. Y la imaginación de Magdalena deja una huella indeleble en el arte asturiano que hoy le llora.