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Cincuenta epístolas a Bilbo (XXI)

Londres no designa un lugar, un sitio, una tierra que abraza; Londres mete miedo

Decía, Bilbo, que cuando uno escribe a su perro, gato o pollino emplea una excusa artificiosa para hablar de sí mismo, utiliza un subterfugio que conduce, párrafo a párrafo, a sus mismísimos dídimos (no importa que la fraseología chirríe ripiosa). Las mascotas -te lo quiero revelar por lo claro- operáis como meros pretextos, motivos aparentes encaminados a que el pendolista se desahogue, alivie las fiebres recurrentes que le causan las garrapatas literarias, airee las ideas obsesivas, temple los pruritos de la fantasía, rasque las comezones morales. Así ye la cosa, so perro pendejo. El escritor dispone de manga ancha, carece de límites y escrúpulos a la hora de elaborar sus composiciones: lo mismo recurre a los cánticos de Manu Chao enmascarados en haikus que llora la ausencia de Julia, o narra un encuentro cotidiano con Ángel en la avenida de Schultz. En otro momento jugaré a la pelota contigo. Ahora, ajo y agua, atiende a las fábulas que te refiero:

- ¿Tienes mecheros pa cargar? Si los tienes, vete aquí, al estanco de Cristina, que te los llena gratis si dices que vas de parte mía, de parte de Ángel.

La tercera vez que me lo topaba en el día, de paseo con la perrina, Celsa, su princesa proclamada, la tercera vez que me contaba la misma milonga, idéntica cantinela.

- No, Ángel, los tengo todos cargados. ¿Quieres un ducados?

- Bueno, vale, pa luego. A lo mejor te cobra treinta céntimos como mucho. A mí me los carga gratis casi siempre. Tú dile que vas de parte de Ángel.

-Ta bien, Ángel. ¿No te bañaste hoy?

- Sí, claro. Taba el agua buenísima. En la playa de San Lorenzo, una temperatura de diecinueve grados, en las de Llanes, veintiuno. Tú le dices a Cristina, la del estanco, que vas de parte de Ángel, que te carga los mecheros gratis.

-Vale, Ángel. Hasta luego.

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Tradúzcase al inglés y distribúyase el anuncio en formato pasquín u hoja volandera por las orillas del Támesis, que aquí ya no vale para nada. Esa ausencia de Julia me trae a maltraer, me mortifica. Siento la tristura de la mujer que fuma acodada en la ventana del tercer piso de enfrente con los pechos flácidos colgados del alféizar de la noche; la abulia del operario municipal de la limpieza que asperja madrugadas de aceras solitarias. Londres me suena a dragón espantoso de veintisiete cabezas volcánicas, a cefalópodo monstruoso con veintisiete tentáculos sofocantes. Londres no designa un lugar, un sitio, una tierra que abraza. Londres mete miedo.

A la bim, bam, bum, / qué puedo hacer, corazón, / bala perdida. / A la bim, bam, bum, / infinita tristeza / sí, si no estás tú. / Lágrimas de oro, / tú no tienes la culpa / del tiroteo. / Lágrimas de oro, / tú no tienes la culpa / del cachondeo. / El hambre viene, / el hombre se va, / por la carretera va. / La suerte viene, / el hombre se va, / por la frontera se va.

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