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Oda a la rima

Sociedades maduras y vetos culturales

Cuando Disney volcó su catálogo de películas en una plataforma propia de streaming creó una etiqueta especial para algunas de ellas, como "Dumbo", "Blancanieves" o "Peter Pan". Figuran, avisa la productora, "tal y como se crearon originalmente y pueden contener representaciones culturales anticuadas". Alude sobretodo a enfoques racistas o machistas que hoy saltarían a la vista si las viéramos por primera vez. Pero entonces el contexto era otro, nos regalaron un todo un imaginario colectivo generacional y la calidad innegable de cada producto lo hizo un clásico, es decir, eterno. El error de hoy, opina Disney con buen criterio, sería editarlos y mutilarlos para convertirlos en un producto "correcto".

En unos días, Gijón se rendirá a la madurez artística de Coque Malla. El músico se ha labrado una notable y comprometida trayectoria profesional. Sin embargo, le persigue la letra de su "Sí, sí", tema que cantamos en los ochenta a todo pulmón como si "tendría que besarte, desnudarte, pegarte y luego violarte hasta que digas sí" fuera una sucesión de sonidos al servicio de un ritmo y no un alarde de violencia machista de tomo y lomo. Disney le pondría etiqueta. Malla ya no la toca y produce acorde con estos tiempos que también son los suyos.

Billie Holiday se quejaba del maltrato de "su hombre" en el eterno "Fine and mellow" pero le pedía una y otra vez que volviera a ella a sabiendas de que sería para martirizarla aún más. El jazz, el blues, fueron pequeños imperios de letras machistas y racistas aunque también sirvieron del altavoz, cuando llego la hora, para liberarse de esos yugos. Como si con el tiempo cobraran autoconciencia espantada de sus viejas estrofas. Unas y otras son clásicos y, si algo chirría al oído, toca reinterpretarlo con perspectiva histórica para entender y sacar moralejas.

Pero ¿cabe que suene en 2020 una canción que es una auténtica oda a una violación en grupo? Cabe. El reguetón parece el paraíso musical de la violencia machista. No solo cantada, también traducida a imágenes en videoclips que cosifican de la mujer impúdicamente. Asumamos que quien en el futuro escuche estos temas habrá de situarlos en contexto, es decir, nuestro presente, y su conclusión será que los valores que damos por universalizados no lo estaban tanto.

Actuaciones de C. Tangana o Maluma han sido canceladas y se han activado en red peticiones de retirada de temas o no contratación de artistas. Expertos analizan este fenómeno desde diferentes disciplinas mientras en centros educativos se trabaja en el análisis de las letras para desenmascarar el profundo machismo que contienen. Hacen bien los programadores culturales en cuidar en qué se gastan los dineros públicos y me congratulo de que la sociedad reaccione desde diferentes instancias. Sólo faltan dos últimos flecos: que a los artistas les interesen otros temas para sus rimas y que al público también. Esto no se consigue vetando.

La capacidad crítica del consumidor existe. Es curioso lo que ha ocurrido en el festival Celsius 232 de Avilés. Un grupo de aficionados ha pedido que se anule la participación de Orson Scott Card, autor de "El juego de ender", por su ideología homófoba. La organización ha afirmado con mucha lógica que el creador está invitado por el éxito de su novela, una distopía ajena a las convicciones del escritor. Se propone aquí un veto al autor, no a su obra. Generalizar esta máxima en la historia supondría condenar, me temo, a muchos ilustres creadores. Quizás el mejor mensaje a organizadores y autor sería el ejercicio de libre albedrío de no acudir.

La cuestión es que el acto de crear es osado, arriesgado, intuitivo, desinhibido, libre. Por definición. Y tanto la propia obra como el impulso de consumirla retratan la sociedad en la que se vive. Para lo bueno y para lo malo. A lo mejor ésa es su función, en el fondo. Y la madurez de la sociedad se mide en la capacidad de entenderlo. En vez de matar al mensajero deberíamos hacernos mirar lo que nos gusta mirar.

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