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Nuevas epístolas a Bilbo

El cartero ya no llama dos veces

Sobre el género epistolar

La elección de la prosa epistolar no constituye una decisión inocua, sino que responde a un acto de melancólica rebeldía frente a la ausencia en los tiempos que corren de carteos, de correos postales, o sea, de comunicación física, corpórea, plástica. El cartero ya no llama dos veces; con una, de higos brevas, va que chuta. En los buzones se cuelan solamente cartas de bancos, de compañías eléctricas y de Hacienda. O sea, de nadie. Y a nadie contestamos. A fuer de sincero, que es como constatar que la burra por lo que vale, los perros tampoco contestan nunca. ¿O sí?

Mientras tú, “Bilbo”, mantienes la dieta a rajatabla comiendo un cuenco de pienso saciante al día aderezado con virutas de jamón de York o carnitas de cordero, ternera o canguro enlatadas, me convenzo, como escribe el profesor Harari, de que la mayoría de los cristianos no imita a Jesucristo, la mayoría de los budistas no sigue las enseñanzas de Buda y la mayoría de los confucionistas provoca a Confucio sus buenos berrinches. Concluye el afamado docente israelí que “la historia de la ética es un triste relato de ideales maravillosos que nadie cumple”. En cambio, añade, “la mayoría de la gente vive hoy siendo capaz de cumplir con éxito el ideal capitalista-consumista. La nueva ética promete el paraíso a condición de que los ricos sigan siendo avariciosos y pasen su tiempo haciendo más dinero, y que las masas den rienda suelta a sus anhelos y pasiones y compren cada vez más. Esta es la primera religión en la historia cuyos seguidores hacen realmente lo que se les pide que hagan. ¿Y cómo sabemos que realmente obtendremos el paraíso a cambio? Porque lo hemos visto por la televisión”.

A ti no te interesan, por lo visto, las infinitas decepciones generadas por el “homo sapiens” a lo largo de sus etapas evolutivas ni los pronósticos reservados que amenazan los tiempos venideros. Te agarras al vaticinio del campesino viejo cuando vislumbra una tormenta perfecta: “Antes le falta el diablo a su madre que la lluvia al aire”. La misma pachorra existencial del campesino te asiste, “Bilbo”.

Uno, en verdad te digo, no sabe si alegrarse o deprimirse, si subirse por las paredes de puro contento o suicidarse en primavera al descubrir que la felicidad depende de la exacta y ramplona bioquímica. Uno alucina cuando, después de tanto remar a lo tonto por tormentosos charcos de esencias espirituales, se despanzurra, se da de bruces frente al hallazgo de que la felicidad paradisíaca proviene únicamente de la graciosa confluencia de tres frescas y orondas hormonas: la serotonina, la dopamina y la oxitocina.

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