Metidos de lleno en el primer mes del calendario, con algunos empezando a sudar tinta gorda con la traicionera cuesta de enero, y que este año podría debido a una inflación desbocada, alargarse más que la subida al Angliru, los más pequeños de la casa han vuelto a la rutina de sus clases y actividades extraescolares, en medio de la incertidumbre que nos lleva acompañando desde hace casi dos años, con el maldito coronavirus acomodado en nuestras vidas, sin que nadie se atreva a vaticinar si algún día desaparecerá para siempre de ellas.
Por otro lado, mientras las tasas de vacunación entre la población adulta siguen más o menos en los números que se habían planteado como objetivo desde las autoridades sanitarias, en el caso de los menores, sobre todo entre los más pequeños, me atrevería a decir que los mismos adultos que no tuvieron reparos en seguir la pauta establecida para su vacunación, con sus hijos se muestran más recelosos. Es algo comprensible: demasiadas contradicciones vividas con el tema como para enfrentar a los suyos al más mínimo riesgo o complicación a largo plazo, sin tener la certeza plena de que se hace lo correcto.
Pero permítanme que sin abandonar a esas nuevas generaciones que están desarrollándose física, pero también y quizás más importante aún, mentalmente, en unas condiciones sociales que habrá que ver qué consecuencias tendrán a nivel psicológico, les traiga a colación otro ‘virus’ que está entrando en nuestros hogares, ante la pasividad y permisividad de quienes deberían velar celosamente por evitar su transmisión. Me estoy refiriendo a la insalubre exposición a contenidos violentos y de cualquier otro género, inadecuados para la edad de quienes los absorben.
Los más veteranos recordarán cuando en la televisión aparecían aquellos famosos rombos (uno o dos), para catalogar una emisión como apta o no apta para determinadas edades. Y aquello para un amplio porcentaje de los padres ‘iba a misa’ y el niño o los niños, se retiraban a su habitación o a la cama si había llegado la hora.
El grave problema al que nos enfrentamos en nuestros días no es ya solo la mayor laxitud a la hora de calificar el contenido de una emisión televisiva o de un videojuego (del libre acceso y sin control alguno a internet mejor ni hablamos), sino el que con todo, muchos padres hacen la vista gorda y permiten que los más benjamines pasen por ejemplo horas y horas enganchados de manera adictiva al Fornite o en los últimos tiempos, a una serie como El Juego del Calamar, calificada para mayores de 16 años, pero que a multitud de niños de Primaria les permiten ver, cuando médicos especialistas en salud mental alertan de los trastornos psicosociales que podrían causarles a una edad tan inmadura.
Después, cuando sucede algo, culpamos a la sociedad que nos rodea. Sin ánimo de ofender y recurriendo a aquella famosa y grosera frase pronunciada por Santiago Segura en “Airbag”, va a ser que no, y que en verdad la culpa es de los padres.