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Macrino Fernández Riera

Ante el centenario de la muerte de Rosario de Acuña

Macrino Fernández Riera

No los maten, por favor

La escritora, defensora de los animales, incluye en sus escritos reflexiones sobre el cuidado a los perros de la calle y los problemas que generaban por la rabia

Hubo quien dijo que los problemas oculares que padeció durante su infancia, con periodos intermitentes de ceguera, fueron los que, paradójicamente, ampliaron su campo de visión al abrirle la puerta a una educación diferente. Quizás no le faltara razón, pues al abrigo de la Naturaleza (así, con mayúscula, como a ella le gustaba escribirla) no solo halló alivio al dolor que atenazaba su infancia, sino también la oportunidad de aprender de otra manera, observando y analizando cuanto la rodeaba. Aquella niña cegata sentía aliviar sus ojos con el solo roce de los vientos serranos de la campiña jiennense o con la salutífera brisa yodada del litoral gijonés. Luego, cuando ya lograba abrirlos sin miedo, disfrutaba y aprendía: tan solo tenía que mirar con curiosidad y atención de sagaz exploradora cuanto encontraba a su alrededor. Así fue como, ya desde sus primeros años, se fue familiarizando con los principios que rigen la Naturaleza, a la que aprendió a amar y respetar; así fue como se fue convirtiendo en una tenaz defensora de los animales, incluso en circunstancias un tanto complejas, no siempre bien entendidas por sus semejantes. Veamos.

Llega el verano y, como cada año, los perros vagabundos constituyen una de las preocupaciones de la ciudadanía: el temor a ser mordido por uno de estos animales abandonados, cuyo famélico aspecto los convierte en peligrosas fieras portadoras de la rabia. Para evitar los efectos funestos de las mordeduras producidas por los perros rabiosos y cuando los primeros calores llegan a las calles, los regidores municipales suelen poner en marcha una serie de medidas preventivas. Los hay que optan por la caza del animal, labor encomendada a los hábiles laceros municipales; otros, en cambio, confían más en la eficacia de la estricnina. José Abascal, alcalde de Madrid en el momento del que hablamos, es partidario de esta última medida y a finales del mes de abril del año 1881 ya ha cursado las instrucciones pertinentes para que se desparrame el mortífero veneno de la forma habitual.

Por aquel entonces, Rosario de Acuña, que cuenta con treinta años recién cumplidos, acaba de instalarse en una pequeña villa campestre situada a las afueras de Pinto, al sur de Madrid, con la intención de vivir en pleno contacto con la naturaleza, rodeada de animales y al cuidado de plantas diversas. La fe e ilusión en el nuevo camino emprendido la llevan a iniciar esta aventura a partir de un modesto proyecto constructivo "para ir ensanchando sus límites con el tributo del trabajo y de la economía". Auxiliada en sus trabajos por un matrimonio manchego que a tal fin tenía contratado, se dispuso a disfrutar de aquel oasis paradisíaco, con la firme pretensión de convertir su morada en una unidad de producción autosuficiente, al tiempo que acogedora estancia para el solaz de sus moradores. Su Villa Nueva disponía de un palomar con pichonas volteadoras; un corral con gallinas de razas variadas; un establo con dos caballos, fuertes y mansos, compañeros habituales en sus periódicas expediciones por los caminos patrios; frutales diversos; arbustos y plantas de diferentes especies que cubrían de sombra los cenadores y envolvían de delicados aromas el ambiente; un maizal, una cuidada huerta… y todo ello bien regado por múltiples regueras de animada agua.

Así quería vivir y así vivía, rodeada de plantas y de animales, a los que profesaba gran cariño, de manera especial a sus caballos y a sus perros, a quienes no olvida en sus escritos. Gracias a ellos sabemos que a sus monturas, que casi siempre llevaban una de sus orejas vuelta hacia ella, las guiaba con su cadenciosa voz y que tan solo en una ocasión, cerca de Ribadesella, se vio obligada a utilizar la espuela. En cuanto a los perros, es a Tom al que le dedica sus mejores elogios. Este sambernardo la acompañó, y defendió, en las expediciones que cada año y a lo largo de varios meses realizaba a la grupa de su montura (fuera Chiquita o fuera Viejo) por la mitad norte de España. Años después, cuando en 1907 redacta su testamento, tampoco se olvida de sus animales y encomienda a su único heredero "que cuide de los animalitos que haya en mi casa cuando yo muera, especialmente mis perros, y sobre todo mi pobre Tonita, que no los maltrate y les proporcione una vejez tranquila y cuidada…".

"Animales vagabundos"

Siendo ese su propósito y conociendo su gran amor por los animales, no debiera de extrañarnos que la medida tomada por el alcalde de Madrid contra los perros vagabundos le revolviera las entrañas; tampoco que cogiera la pluma y presentara al señor Abascal una razonada alternativa a tan cruel matanza. El escrito apareció impreso bajo el título "La hidrofobia y los perros" en las páginas de El Campo, una prestigiosa publicación quincenal dedicada a la agricultura. La todavía joven pero ya conocida escritora no se anda por las ramas. Primero califica aquellas muertes de amorales; luego se dedica a poner en evidencia, bien que a su manera, lo ineficaz que resulta la medida municipal: “El perro padece de hidrofobia: puede morder al hombre y ocasionarle la muerte; de esto se deduce que es menester matar al perro. Efectivamente, hay que matar a todos los perros, o que ninguno muera, porque si de la raza queda uno, y éste llega a rabiar, es completamente inútil que los demás hayan muerto".

La proposición que plantea se sustenta en lo que, según su parecer, es una evidencia, un axioma: "entre los perros sucede como entre los hombres, exactamente igual: la miseria engendra la rabia". Lo que procede es, por tanto, mejorar las condiciones en que malviven algunos perros, acogiéndolos en un local acondicionado para ellos: "hágase un hospicio de perros míseros". A tenor de lo que cuenta, nos enteramos de la existencia de una sociedad beneficiada con una concesión municipal para la utilización de las pieles de los perros, supuestamente de aquellos reconocidos como vagabundos por los empleados municipales en sus cotidianas y matutinas cacerías. Es tal el celo que ponen los laceros en su trabajo, arrojando el lazo a cuantos ven, lleven o no lleven bozal, que de tanto en cuanto la prensa se hace eco de los rumores que sugieren que detrás de tal afán se halla el deseo de aumentar la caja con los curtidos. Es ahí donde pone Rosario su mirada: que sea la sociedad concesionaria la encargada de recoger a los "perros míseros" para llevarlos a sitio ventilado e higiénico.

Párrafo a párrafo va construyendo su proyecto sobre bases similares: "Todos los perros pueden rabiar; pero sábese que están más expuestos a semejante enfermedad los que carecen de alimentación frecuente y suficientes cuidados". Pero, claro, esta atención supone un coste, por más que, como apunta en su escrito, tan solo se necesitaría un local con cuadras amplias y gran ventilación, una contrata de pan de trigo y centeno y la atención de un inteligente veterinario. Adelantándose a las críticas de quienes calificarían aquel proyecto de desmesura, inabordable por las arcas municipales, ya apunta algunas posibles fuentes de financiación para que este albergue para perros resultara viable. Además de la ya citada colaboración de la empresa concesionaria, y también del apoyo económico –una módica aportación– por parte de quienes acogieran a uno de los animales allí alojados, Rosario plantea implantar una contribución a las personas que fueran propietarias de uno o de más canes, diferenciada en función de la utilidad del animal y de la situación económica de quien lo tuviera a su cargo.

Para completar su propuesta, alternativa a las medidas municipales en vigor, a la horrible muerte que aguarda a los perros envenenados con estricnina, aboga además por implantar un registro o censo de estos animales, un instrumento de identificación que, entre otras utilidades, pudiera servir para facilitar las periódicas y necesarias inspecciones veterinarias, "siendo de reglamento" que el perro escuálido o mal cuidado fuese llevado al albergue. En su opinión, solo así se podrían aminorar los males que cada verano acarrea la rabia o hidrofobia, sin acudir a métodos que hieren los sentimientos más nobles que atesora la especie humana.

De lo que antecede cabe concluir que Rosario de Acuña también resultó tener ideas avanzadas en lo tocante a la protección de los animales, pues cuando hace pública su propuesta –ciento cuarenta años atrás– apenas hay en España unas pocas sociedades protectoras, que acaban de iniciar su andadura, y los albergues para perros aún están lejanos: para la prensa del momento son asunto un tanto exótico y estrafalario, ocurrencias de algún magnate extranjero. Así las cosas, no quedaba más remedio que idear alguna alternativa a aquellas muertes crueles y así lo hizo, impulsada por su amor a los animales en general y a los perros en particular, pues por ellos sintió una estima especial, como lo prueban las cariñosas palabras que dedicó a Tom, su fiel sambernardo de persistente huella: "¡Noble animal querido! Cuando después de catorce años de tenerte a mi lado y de haberme maravillado de tu entendimiento, te vi morir, tu cabeza en mi falda, tus ojos vidriados por la muerte, mirándome con un postrer reflejo de bondad e inteligencia, comprendí todo el inmenso cariño que te tenía ¡Hoy, que hace ya algunos años que te perdí, todavía se llenan mis ojos de lágrimas al recordar tu vida...!". Por favor, no los maten.

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