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Sariego

Nuevas epístolas a "Bilbo"

José Manuel Sariego

Morir de amor a la par

A veces, "Bilbo", los humanoides adoptamos decisiones que no se ajustan al común entendimiento. A veces, "Bilbo", ocurre simplemente que una pareja de ancianos enamorados no soporta la idea de una inminente separación dictada por la decrepitud y...

Primero le pegó un tiro a ella. Se disparó a sí mismo después. Ahí terminaron dos vidas y empezaron decenas de conjeturas. Y el ulular estridente de las sirenas, el trote cochinero de las camillas, los fogonazos deslumbrantes de ambulancias y coches policiales, el ruido desacompasado de las persianas al asomarse el vecindario entero a la noche que no ha mucho había entrado en la manzana de viviendas del barrio de la villa norteña donde vivía Joaquín. El vecindario entero no. Joaquín Sánchez ni se inmutó. Permaneció reclinado sobre la doble almohada contigua al cabezal de la cama con un libro entre las manos, sin prestar oídos a la algarabía exterior. Se titulaba La librería. Le encandilaba ese espíritu rebelde y sedentario de la protagonista librera sesentona, aunque los calificativos (los tres) pudieran parecer contradictorios. Joaquín Sánchez pudo ingresar de aprendiz en La Naval de Reinosa, pero no quiso. Nada más acabar los estudios de bachillerato se metió a pastor de un rebaño de cien chivas y un hato de vacas de cría en la ganadería de Matamorosa, un pueblín cercano a su lugar de residencia, mejor decir su dormitorio. Siempre albergó una insoslayable querencia a la naturaleza o a la soledad. No sabría discernir. No necesitaba otear la calle ni inmiscuirse en cotilleos. De sobra conocía la causa del tumulto. Todos los anocheceres, después de cerrar los establos que tenía a su cuidado, llevaba una perola de calostros –se pirraban por ellos– a la enternecedora pareja de viejos vecinos de piso, puerta con puerta. Tantos momentos compartidos, aunque muy breves, le permitieron entender que el final de un camino o el término perentorio de dos vidas pueden elegirse al unísono sin armar jaleo alguno.

El caso es que primero el viejo le pegó un tiro a la vieja y luego se disparó otro tiro a sí mismo, el viejo. Joaquín Sánchez, ajeno a la escandalera del barrio, cerró La librería, apagó la luz de la lámpara de la mesita de noche y se durmió sin sospechar que los ancianos amantes suicidas habían colocado un montón de pósits amarillos con mensajes diversos en la puerta de la nevera. Uno de ellos decía lo que sigue: "El arma homicida nos la prestó, generoso y comprensivo, el pastor vecino de puerta. Nada se le reproche, Dios lo bendiga y colme de bienes. Nos regalaba cada anochecer una perola de deliciosa leche de vaca recién parida".

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