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Luis Roda

El arte os hará libres

La costumbre de poner en riesgo obras esenciales del patrimonio artístico

Pese a que, una vez inaugurada la última moda de protesta poniendo en riesgo obras esenciales del patrimonio artístico de la humanidad, era previsible que sucediera algo similar en el Museo del Prado, aunque no se haya producido una pérdida irreparable no por ello hay que considerar que se trata de un hecho menor que no merece ser analizado.

Ciertamente, en el caso de España los daños solo afectaron a los marcos de las "Majas" de Goya, pero en lo sucedido hay dos aspectos que requieren nuestra atención. En primer lugar, la falta de un adecuado y suficiente sistema de control y vigilancia en los museos que pueden ser objeto de ataques irracionales, pero también de la generación de daños por conductas incomprensibles de personas a las que no se podría encuadrar entre las que se dedican a protestar aprovechando la publicidad que genera el excepcional escenario donde se emiten las proclamas. Es habitual encontrar a visitantes de museos y exposiciones temporales, posiblemente cargados de licenciaturas y doctorados, luciendo canas o exhibiendo cráneos carentes de ellas y de cualquier cobertura capilar, que aproximan innecesaria, imprudente e indecentemente sus dedos a los cuadros, llegando a tocar la pintura y generando malestar entre quienes observan esa conducta y comprueban que no hay cerca nadie que lo impida.

Pero, en segundo lugar –y esto es lo más preocupante, porque pone de manifiesto el infantilismo cultural y moral de los protagonistas– resulta desolador constatar cómo las modas y modos utilizados para presuntas protestas, generalmente nacidas fuera de nuestras fronteras, se contagian y difunden cada vez más rápidamente, gracias a las redes sociales. En la ceremonia de los Oscar de 1974, un joven "streaker" recorrió a toda velocidad y desnudo el escenario en el que el actor David Niven oficiaba de maestro de ceremonias. Muchos años mas tarde, el movimiento "Femen" organizó protestas en las cuales se incluía la desnudez total o parcial de sus protagonistas femeninas y, en épocas mas recientes, seguramente se recordará la forma de manifestar solidaridad, con algo que no ha quedado muy claro qué era, echándose cubos de agua helada por encima de la cabeza. No parece arriesgado afirmar que, de todo ello, lo único que ha podido quedar en la memoria –y no en la de todos– es el aspecto anecdótico y externo, sin que se recuerde el motivo o la justificación de la protesta ni por qué la misma se manifestaba de esa singular manera.

Sin embargo, no es adecuado generalizar, porque no todos los modos de protesta se pueden medir con el mismo rasero. Fueron muchas las personas que perdieron su vida tras prenderse fuego en un lugar público para expresar su protesta y, abstracción hecha de la valoración que merezca ese comportamiento suicida y de la eficacia o ineficacia del mismo, la inmolación al "estilo bonzo", que fue como se denominó desde que se tuvo noticia de esos sucesos, inicialmente protagonizados por religiosos asiáticos, merece al menos un silencioso respeto, dado que el protagonista entregaba la propia vida –y no la ajena, ahí radica la trascendencia moral del hecho– a la defensa de una causa. En el ámbito europeo ha quedado grabada en la memoria de muchos, entre ellos la del autor de este artículo, la inmolación mediante el fuego del estudiante Jan Palach en enero de 1969, como protesta por la invasión de Checoslovaquia ejecutada por tropas del Pacto de Varsovia el 21 de agosto de 1968, que acabó con la "Primavera de Praga", impulsada y protagonizada por Alexander Dubcek, ilusionante momento histórico en que se trataba de dar con la fórmula de lo que entonces se describió como un "socialismo de rostro humano".

Lo sucedido en el Museo del Prado ninguna relación guarda con los suicidios de religiosos ni el de Jan Palach. Es una simple manifestación del afán de emular comportamientos similares iniciados en el extranjero, siguiendo el mismo patrón de intentar una gran difusión de la "hazaña", de obtener innumerables visitas de las imágenes colgadas en internet y de conseguir el mayor número posible de pulsaciones sobre el "me gusta" –escrito en castellano o inglés–, para lo que al espectador en diferido le bastará con apoyar un dedo sobre el ratón. Pero, abandonando una perspectiva pesimista de lo ocurrido ¿no resulta ilusionante pensar que esas jóvenes –que, posiblemente, era la primera vez que entraban en el Museo del Prado–, de repente se han podido quedar sorprendidas por la belleza y fascinación que se desprende de la mayor parte de obras maestras de la pintura que allí se exponen?. Hasta llegar a la sala en que se exhiben las majas goyescas han tenido que ver, aunque solo fuera de pasada y para disimular sus intenciones de activistas al servicio de cualquier reivindicación que se les ponga a tiro, un buen número de obras que difícilmente dejan indiferente a los menos interesados en la pintura. La luz suavemente dorada de un idealizado puerto de Ostia que inunda el centro del cuadro "El embarco de Santa Paula Romana", de Claudio de Lorena, es capaz de deslumbrar el alma, incluso de aquellos que no creen en su existencia, y la mirada entre perdida y pensativa de la "Emperatriz Isabel de Portugal", de Tiziano, sugiere que está reflexionando acerca de algo que ha leído en el libro que lleva en su mano izquierda, o que acaba de intuir su pronto abandono del mundo de los vivos, antes de cumplir los treinta y seis años. La evaporada lozanía –si algún día la tuvo– de la reina María Luisa en el cuadro "La familia de Carlos IV", permite pensar en la escasa simpatía que despertaba la esposa del rey en el pintor nacido en Fuendetodos, y las enigmáticas y fascinantes imágenes del "Jardín de las Delicias", de El Bosco, ponen de manifiesto que el movimiento surrealista tardó más de cuatrocientos años en desarrollar su antecedente más brillante.

Quizás por ese motivo, en ulteriores visitas al Prado las jóvenes activistas ya no llevarán oculto el pegamento para adherirse al marco de "Las Meninas" o de "La fragua de Vulcano", ni un spray de pintura con el fin de manchar las paredes diseñadas por Juan de Villanueva con algún grafitti que a nadie interesará. Al principio seguramente lo harán casi a escondidas, para que sus compañeros de ideología impostada no denuncien su disidencia y la traición al grupo, el partido, la peña o la secta, pero poco a poco el arte irá calando en sus cerebros –culturalmente todavía vírgenes– gracias a un asombroso caudal de imágenes bellísimas, terribles, misteriosas o inquietantes pero siempre seductoras e inolvidables, y en ese momento empezarán a cortar las ataduras que, hasta entonces, impedían su crecimiento personal, y el Arte, en mayúsculas, las habrá rescatado de las sombras en que se movían. Entonces tirarán a la basura la brújula sin aguja que alguien les había dado para mantenerlas en una cómoda e improductiva ignorancia y empezarán, por fin, a volar solas.

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