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La mirada de Lúculo | crónicas gastronómicas

La edades del vino

De los cadáveres exquisitos surrealistas a las circunstancias que influyen en la vida de una botella

La edades del vino

En los años veinte del pasado siglo, los surrealistas inventaron un juego, el cadáver exquisito, que enseguida atrajo la atención por las circunstancias que desde el principio lo rodearon. Los jugadores escribían una frase aportando cada uno de ellos una palabra pero sin conocer las de los demás. La primera frase que se obtuvo de este azaroso entretenimiento inspiraría el nombre al juego: "El cadáver exquisito beberá el vino joven". Muchos años después, Bernard Pivot, tan ingenioso como influyente crítico literario, diría que tampoco habría carecido de encanto una alteración del orden: "El cadáver joven beberá el vino exquisito".

Cualquiera de las dos palabras, cadáver y exquisito, sirven para definir el vino en algunas de sus etapas en la botella. Joven también por supuesto, pero no es a eso a lo que querría referirme esta vez. El cadáver se ha asociado no sólo al fiambre, también a la botella vacía. Algunos coleccionistas, además, se han empeñado en mantener sus bodegas repletas de cadáveres exquisitos, no por vacuidad pero sí por muerte anunciada. El vino es un ser vivo.

Leí, no hace todavía demasiado, la historia de Rudy Kurniawan un coleccionista indonesio que fue declarado culpable de fraude por la venta de vinos falsificados y por estafar a la compañía que lo financiaba. El jurado deliberó durante una hora y cuarenta y cinco minutos antes de emitir el veredicto de culpabilidad. Lo tenía claro. Kurniawan había sido capturado en una redada en su casa con todo tipo de parafernalia (viejas botellas, etiquetas, corchos, sellos, cápsulas) que utilizaba para la falsificación de las botellas.

Más de uno se preguntará qué pasa con el vino. ¿Acaso no hay expertos bebedores para verificar la diferencia entre lo verdadero y lo falso? Bueno, simplemente no pueden. No resulta tan fácil descartar la autenticidad cuando se han pagado grandes sumas por ella. La emoción anticipada de beber un gran vino viejo parece nublar las mentes. De otro modo, a nadie le gusta admitir que se ha equivocado en la elección o echar a perder un gran momento de su vida por la sospecha de que lo que está bebiendo no se corresponde con la realidad. En ocasiones, la gente se vuelve muy complaciente y pierde el poder de discriminación.

Pero volvamos al principio. ¿Qué edad le correspondería al vino para evitar convertirse en un cadáver exquisito? Hay preguntas que no tienen fácil respuesta. Una de ellas es cuándo se debe beber ésta u otra botella. Hace años hubiera resultado más sencillo: diría que habría que comprar una caja e ir abriendo una botella cada seis meses, comprobar la evolución y, en el momento en que el vino está maduro, disfrutar del resto de sus compañeras. El problema, en la actualidad, es que no todos los aficionados compran por cajas, a veces tenemos que conformarnos con una o dos botellas y queremos sacar el mejor provecho de ellas; es decir, atinar y elegir el momento adecuado para beber el vino en su plenitud.

Las condiciones de almacenamiento y la manipulación pueden hacer que los contenidos de dos botellas idénticas, etiquetadas el mismo año, sean muy distintos. Una de las grandes y legendarias cosechas de Burdeos, de Margaux o de Latour, de finales de los cuarenta o de principios de los sesenta, guardado en un sótano de un castillo constantemente a menos de diez grados de temperatura, podría no alcanzar sus mejores virtudes hasta cumplir los cincuenta años. Pero un mismo vino reposando en un apartamento de una gran ciudad, en un ambiente entre los veinte y los treinta grados, no tendría seguramente su apogeo más allá de los diez años.

El vino, como ocurre con las edades del hombre, tiene fortaleza cuando es joven; al paso del tiempo se convierte en algo frágil. La manipulación influye de forma decisiva en las botellas y no siempre el resultado se ajusta a las previsiones o a lo que parece indicar el sentido común. Siempre cuento la misma anécdota: en 1967, el vizconde Boyne puso a la venta en una subasta de Christie's, en Londres, veinticuatro magnum de 1874 de Chateau Lafite, que había conservado en sus bodegas de Escocia. Vinos muy viejos, de 93 años, que suelen abrirse, si es que se abren, sólo un corto tiempo antes de beberlos porque a menudo son tan frágiles que se deterioran rápidamente al ser expuestos al aire. Michael Broadbent, entonces responsable del departamento vinícola de la famosa compañía de subastas, y con una dilatada experiencia en concreto con los vinos de Lafite, decidió abrir la botella de muestra cuarenta y cinco minutos antes de la cata. El resultado no fue del todo satisfactorio para Boyne, familiarizado con el vino desde su juventud, de modo que, ante el asombro general, pidió abrir a cuenta suya otro magnum, para beberlo dieciocho horas después. Quería que el vino viejo pudiese respirar lo suficiente. Para sorpresa de los catadores, el contenido de la segunda botella era mucho mejor que el de la primera. Las botellas, como más tarde explicó su dueño, se habían movido una sola vez cuando eran muy jóvenes y luego habían sido cuidadosamente transportadas a Londres para la subasta. Boyne sabía de lo que hablaba.

Los vinos expuestos a sacudidas por causa del transporte y a bruscos cambios de temperatura tienen otra esperanza de vida. Puede uno descorcharlos un tiempo antes, pero debe saber que abrirán en menos de un cuarto de hora y no habrán pasado quince minutos más cuando su aroma y su color empiecen a declinar. Pero ya digo que no se trata de una ciencia exacta; cada vino es distinto en función de las condiciones de vida que haya dejado tras sí. Por otra parte, los procesos de envejecimiento son a veces tan poco fiables que lo mejor es hacer un cálculo aproximado para beber tal botella y confiar en la suerte. Hay vinos que prometen estabilidad y, sin embargo, se desmoronan sin que uno pueda explicarse el motivo. Otros, siempre parecen necesitar un año más para lograr la plenitud.

La estimación sobre la vida de un vino, basada en la viticultura, la elaboración y la crianza, es más un arte que una ciencia. De manera que la respuesta exacta jamás se obtiene y también es posible que para beber una botella en sus mejores condiciones hayamos tenido que sacrificar otras antes.

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