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EDUARDO MÉNDEZ RIESTRA | Escritor y gastrónomo

"Como hijo único, crecí muy tutelado y consentido; a cambio fui el pijo del barrio"

"Siempre fui de frontera, ni del malevaje duro de la Argañosa ni de la gente del Tenis y del régimen; en casa se notaba la hostilidad al franquismo"

El gastrónomo Eduardo Méndez Riestra, en la terraza de su casa de Oviedo. MIKI LÓPEZ

-Nací en Oviedo en 1949. Soy de la Argañosa, barrio de los ferroviarios, porque mi abuelo materno era maquinista. Tuve una infancia feliz en la humildad de la posguerra. Volvía de la Ería con las piernas verdes del fútbol y otros juegos de peonzas, banzones y palos, sin costes económicos. Como hijo único estuve muy tutelado. Mis amigos se iban a bañar a Peña Nora y a robar fruta y yo tenía que pedir permiso a mi madre para cruzar la calle. A cambio, era el pijo: tenía más juguetes y más tebeos y mis amigos venían a casa.

- ¿Cómo era su familia?

-La de mi madre es asturiana, aldeana. La paterna, militar republicana, cosmopolita. Mi padre, Eduardo, había nacido en Madrid, en la guerra, a los 16 años, se fue a Barcelona con su hermana, casada con un militar. Se exiliaron en Francia, pero el Gobierno de Petain los subió en un tren con destino a España, donde les esperaba una tropa falangista. Pasó cinco años en cárceles; destrozaron su vida.

- ¿Y al salir, en 1945?

-Se vio en la calle con un hermano muerto, otro en Francia, otro en Uruguay y la madre viuda. Ángel, el militar casado con su hermana, era un Fano, familia de Oviedo de derechas. Su hermano Miguel, conservador y muy generoso, acogió a él y a mi padre en Manufacturas Vetusta, que hacía somieres en General Elorza y empleaba mujeres. Allí me crié porque mi tía Emilia, que vivió 99 años, no tenía hijos y fue mi segunda madre.

- ¿Y su madre?

-Se llama Margot. Venía de San Esteban de las Cruces y de Vega, de familias rurales acomodadas, parientes de la catedrática Carmen Bobes Naves, la más ilustre de la familia.

- ¿Cómo eran sus padres con usted?

-Muy protectores. Mi madre no era muy niñera; mi padre, sí. Él y mi tía me abrieron la mente a la fantasía porque su familia era más culta, tenían historias de África, de guerra y de exilio, eran narradores. Los Riestra, como buenos asturianos, no sabían manifestar los afectos.

- Notaba esa diferencia.

-Sí. A los 5 y 6 años iba a Madrid, a secar preventivamente, y pasaba un mes de primavera a casa de la abuela, en Ciudad Lineal, con finca, árboles y piscina. Me comían a besos y eso contrastaba con mi abuelo materno, que ibas a darle un beso y te decía que bastaba con que lo lanzaras. Era distante pero ejemplar en austeridad y zen. Yo soy un híbrido en lo de manifestar afecto.

- ¿Qué tipo de crío era?

-Consentido, sobre todo por la tía Emilia, una gran señora de personalidad arrolladora y con mucho fuego que contener porque era una roja que había ingresado en el Oviedín de los 50. Cuando tuve una enfermedad que se llamaba complejo primario pasé un mes de reposo con mi madre leyéndome "Los viajes de Gulliver" y mi tía dándome pera pelada y cortada.

- ¿Vivía entre dos mundos?

-Siempre fui de frontera. Ni pertenecía al malevaje fuerte y marcado de la Argañosa ni a la gente del Tenis y del régimen. En casa no había un relato ideológico, pero se notaba la hostilidad hacia el franquismo.

- ¿Dónde estudió?

-En el colegio de Mateo Llana, amigo de la familia y de "Sarañu", un pariente que jugaba en el Real Oviedo. Mateo me mimaba con aceitunas y besos, pero yo lloraba porque me sentía desprotegido y porque veía que los de 10 años tenían que poner la mano para recibir golpes de una vara gorda de avellano. Después pasé al Instituto Alfonso II.

- ¿Cuándo dejó de ser hijo único?

-Por entonces. Tuve un hermano, Enrique Carlos, que murió a los seis meses. Lo acepté con normalidad porque no era consciente de nada, pero me hubiera venido bien un hermano joven y colega a los 30 años. Pronto, en 1960, nació mi hermana Kely y en 1963 María, ejemplares desde niñas.

- ¿Cómo le fue en el instituto?

-El ambiente no era malo pero tampoco apasionante. Sólo destaqué en Dibujo, Francés y Gramática. La enseñanza era notablemente mejor que en los colegios y bastante laica, pero los profesores eran pésimos pedagogos, salvo Tomás Recio y Concepción Pérez Montero. Fui víctima del miedo a "Atila" aunque me dijo: "Muchacho, usted tiene las ideas básicas claras", y creo que mi cualidad ha sido siempre estructurar bien.

- ¿La adolescencia fue como la infancia?

-No. De los 15 a los 18 años aprendí los valores de la soledad y me di cuenta de que me llevaba muy bien con ella. Hice Bachiller por Ciencias y en Preu entendí que las Matemáticas no estaba hechas para mí.

- ¿Qué dijeron en casa de ese cambio?

-Mi padre nunca se metió en mi vida. Hubiera sido bueno que estuviera más encima. De Filosofía me comentó: "Eduardín, igual no es lo más adecuado y sería mejor una Ingeniería o Medicina". Dejé de ir a misa y empezó la política. El más político era Fernando Mourenza, despierto, cariñoso, entusiasta y maduro para la edad. Wenceslao López transmitía tristeza. Estaba Luis Bada y unos históricos que ni menciono por antipatía mutua.

- ¿Siempre se planteó ir a la Universidad?

-Sí, me tocó esa época y a mi padre le iba muy bien con una empresa de maquinaria de construcción que montó en pleno desarrollismo. Además, eran una referencia mis tres tías catedráticas, las hermanas Bobes. Mi tía abuela Nieves me decía: "Tienes que estudiar para sacar el premio fin de carrera".

- Filosofía, 1967, carrera de mujeres.

-Como las ursulinas junto al rojerío más duro. Hice sólidas amistades, descubrí el mundo de verdad en el que había vida más allá de Oviedo, caí a los pies de Gustavo Bueno y él cambió mi vida.

- ¿Tanto?

-Me enseñó a analizar el mundo, me dio un sistema de valores y unas herramientas para lo que hasta entonces hacía de manera intuitiva. Me tocaron sus clases muy politizadas, claras, didácticas y cargadas de pasión. Sin Gustavo yo sería catedrático de Francés, algo que dejó de interesarme junto al resto de las clases. Me integró en su departamento y me traía y llevaba a la Facultad en el jeep que después le quemaron. Un día me brindó quedarme con él cuando acabara la carrera y, como soy poco pragmático, le dije que yo no estaba allí por un trabajo. Me ponía a vigilar exámenes. Ahora que está muerto, lo puedo decir: dejaba copiar a los compañeros.

- ¿Por qué dejó la carrera en quinto?

-Me empezaron a pasar cosas que me llamaban más la atención, como el Mayo francés, que seguí día a día en "Le Monde" sin censurar porque Pedro Caravia me había nombrado bibliotecario de la Alianza Francesa a los 15 años y tenía un despachín.

- El francés le llevó a Francia en 1973.

-El lectorado fue el sueño de mi vida. Hablaba como un nativo y llegué a pensar en francés. A cambio, perdí una novia que tenía.

- ¿Le tocó París o Marsella?

-No. Salí corriendo al Real Automóvil Club, del que era socio por mi tía, a consultar la voz Lézignan-Corbières en el Espasa de cien tomos. Decía: "Pueblecito de 6.000 habitantes...". Me vino muy bien. Fui el turista del pueblo y me mimaron. Me invitaban a comer y me llevaban a todas partes. Uno de los profesores, teniente de alcalde por el Partido Socialista, me llevó a un mitin de Mitterrand. Gané mi primer sueldo, pagaban bien y compré cositas, para las que soy caprichosín.

- ¿En Francia descubrió la gastronomía?

-Sí, pero hay antecedentes. Fui entrevistador de confianza por un amigo de la Facultad, primo de Lolina Caso de los Cobos, que llevaba la Sección Femenina y era amiga de Manuel Fraga, ministro de Información y Turismo, del que dependía el Instituto de la Opinión Pública. Hice encuestas de los Oscos a Llanes. Pagaban dietas y comía en los bares de pueblo. Aprendí mucho porque entrabas en las casas y preguntabas por los ingresos y por dónde se situaban entre la extrema derecha y la extrema izquierda, lo que en 1970 y 1971 era una temeridad. Pagaban de cine por tres días al mes y podía comprar mis libros, mi ropa e ir a Pinar del Río en Oviedo o al Babys de Chus Quirós, en Mieres.

-Empezó a gustarle el modo burgués.

-Me relacionaba con Fran Orejas, Ribaya, Martiricorena, gente que vivía mejor que yo y me apetecía esa vida.

Mañana, segunda y última parte:

"Soy epicúreo pero contenido, nunca di un disgusto en casa ni me rompí una pierna"

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