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Picasso, de espaldas y con gorra, en una visita al museo de Antibes.FOTOS CEDIDAS POR ADRIÁN CORES

Reunión de genios en la Costa Azul

Memoria de la relación que el fotógrafo asturiano Antonio Cores, recientemente fallecido, mantuvo con Picasso, con quien entabló amistad en Francia en los años sesenta por mediación del torero Luis Miguel Dominguín

Hace poco tiempo -unas semanas, aunque en verdad parece tanto- unas amigas me invitaron a presenciar el atardecer madrileño desde su piso. La vista no solo era hermosa, era espectacular: así como uno se siente pequeño, aquí y ahora, en la cuarentena, así me sentía frente al Palacio Real. Con amigos y al aire libre, fuimos tan, pero tan felices...

Ya había oscurecido cuando nos presentaron a un señor que salió a la terraza en la que estábamos. Antes de conocer su nombre ya me di cuenta de que no era una persona cualquiera. Rápidamente lo cubrieron con una manta, pues había refrescado, pero también porque su estado de salud estaba visiblemente deteriorado.

Ese señor era el fotógrafo Antonio Cores Uría. Comenzamos a conversar inmediatamente y, lo que son las cosas, al poco rato ya éramos grandes amigos. La ciencia no podrá explicar nunca esta singularidad de la empatía humana.

Hace poco tiempo, unas semanas: en la inolvidable noche del 14 de marzo, Antonio relata cómo conoció en los años 60, en la Costa Azul francesa, a Pablo Picasso, maestro universal de la pintura, luego de ganarle una apuesta en un concurso de tiro de pichón a su amigo Luis Miguel Dominguín. Gracias a Antonio descubro en el pintor a una persona fabulosa, cercana, que irradiaba cariño y sencillez. Picasso le paseó como un anfitrión inmejorable y construyó con él una amistad honda y cercana que trascendió aquel primer encuentro hasta convertirse en una espiral de cariño fraterno, noches antológicas con monstruos sagrados como Antonio Gades y fotos, muchas fotos que tienen el valor de la historia y de la estética.

Son múltiples y variados los méritos profesionales -la fotografía artística, la de viajes, la publicitaria e industrial, la televisión...- con los que Cores vistió su larga y cinematográfica vida, con África en el corazón de su lente. Pero son aún mayores sus méritos personales: escucharlo hablar, con la noche madrileña como testigo, fue fascinante. Y el recuerdo, mágico.

Cuenta Antonio, y parece que fuera hoy, su primer encuentro con el genio de la pintura: "Apenas bajé del avión vi a un paisanote con gorra, con un policeman francés de cada lado, en un Cadillac negro muy largo. Y cuando fui a saludarlo, él me cogió la mano, la besó. Los álbumes de fotos tan especiales que yo le llevaba como un encargo de Luis Miguel Dominguín casi se me cayeron, y subimos al auto. Todo el viaje me cogió del brazo y me apretó la muñeca sin pronunciar una palabra. Y no sabes lo que fue nada más llegar a su casa. Solo pensaba en cómo divertirme, y en que yo lo pasara bien. ¡Y no sabes qué fiesta preparó!".

El artista de la fotografía sigue hablándome del genio: "Picasso me llevaba a la playa y me dibujaba con un bastón toros y toreros, el agua lo borraba y toda la gente alucinaba; me llevaba a una cafetería en la que le hacían churros como en Málaga y el chofer se cabreaba porque él quería que condujera yo; había una americana que le había comprado ya cinco cuadros, que le quería comprar tres más, y a la que Picasso no recibía, así que salimos en un coche hacia Saint-Tropez y, cuando estábamos llegando, la vimos en un Rolls-Royce, parada en la entrada de Notre Dame de Vie, la residencia de Pablo en Mougins, cerca de Cannes. Entonces, paré el coche: Picasso se agachó para esconderse, pero cuando llegó a la altura de la señora, ¡se asomó para que ella lo viera y luego se ocultó de nuevo!".

Pienso en lo chico que es el mundo: para mí, el pintor Picasso era un mito y el torero Dominguín, una leyenda, y qué cálidos resultaron a través de las palabras de Antonio Cores. La historia moderna de España está de pronto frente a mí, y no puedo más que conmoverme.

Antonio no narra sus aventuras con la soberbia de quien confunde trayectoria con sabiduría, sino con el aplomo de un maestro: su historia tiene un contenido extraordinario, pero el tono con que la cuenta rebosa fuerza, ritmo y detalles, y escucharlo, que es otra manera de revivirlo, deleitaría al más indiferente de sus interlocutores.

La noche madrileña de marzo se ha vuelto demasiado fría, y Antonio debe descansar. Me entero de que este joven octogenario tiene un cáncer incurable, pero quiere morir en su ley. Su destino no puede ser el de una sala aséptica de quimioterapia: ya ha probado esa medicina. "Serás lo que debas ser o no serás nada", dijo José de San Martín, y cuánta razón tenía. Antonio partirá al día siguiente de nuestro encuentro hacia el mar sanador al que con tanto encanto se ha referido ese finísimo escritor y articulista, Manuel Vicent.

"Necesito del mar porque me enseña", escribió Neruda. Y Antonio no lo escribe, pero lo siente, y marcha hacia la playa donde quiere pasar sus últimos días pescando y oteando el horizonte.

Ya ha partido y, qué curioso, han dispuesto el estado de alarma en una España que llora la tragedia omnipresente de un virus infinito en el que, sin embargo, aquí y ahora Antonio Cores no piensa. Antonio, nunca has precisado confinamiento y ya no necesitas morfina, pero has podido plantar árboles con tu hijo y encontrar la esencia misma de la vida desde tu terraza.

"Llueve en el mar con un murmullo lento / La brisa gime tanto que da pena / El día es largo y triste / El elemento / Duerme el sueño pesado de la arena", escribió una vez Leopoldo Lugones.

El día es largo y triste, pero para mí, Antonio. Tú, que naciste en Cádiz en 1936, te criaste en Asturias y te has muerto en tu casa de Almuñécar un domingo 22 de marzo. Pero cuánto nos sigues enseñando.

Daniel Levinas, coleccionista de arte y escritor, es presidente del patronato de la Phillips Collection de Washington, el primer museo de arte moderno de EE UU.

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