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El combustible digital que alimentó a Trump

Las redes sociales incentivan la participación excitando las emociones más primarias y la “derecha alternativa” de EE UU ha comprendido como nadie ese terrible poder

Donald Trump. EFE

De repente, lo impensable se hizo realidad. El asalto de los seguidores de Donald Trump al Capitolio, el pasado día 6 en Washington, supuso una conmoción en Estados Unidos y en el mundo entero. Ya no solo se trataba de palabras, de bulos o mensajes violentos o racistas repetidos hasta la saciedad, la llamada “derecha alternativa” estadounidense había pasado a los hechos y escenificado una auténtica insurrección con muertos, aunque tuviera el aspecto de “un golpe de Estado turístico”. ¿Cómo había sido posible? Andrew Marantz, periodista de “The New Yorker”, ofrece parte de la respuesta en el libro que el próximo día 25 sacará a la venta en España la editorial Capitán Swing, la traducción al español de uno de los volúmenes más recomendados en 2019 en EE UU: “Antisocial. La extrema derecha y la libertad de expresión en internet”. Porque, según Marantz –que pasó tres años entrevistándose con líderes y propagandistas de las ideas extremistas más delirantes–, las redes sociales y una falsa idea del derecho a la libertad de expresión han sido el combustible perfecto para este estallido trumpista.

La paradoja de partida es que los mismos ingenieros “disruptivos” de Silicon Valley que, según decían, iban a crear un mundo mejor, más pacífico, democrático e interconectado gracias a sus plataformas digitales, son los que a la postre pusieron en manos de los extremistas la maquinaria propagandística más fabulosa y eficaz de la que ha dispuesto hasta ahora el ser humano. Los mismos que favorecieron el estallido poblacional de “trolls” que desde las redes acabaron polarizando la “conversación nacional” en EE UU y promoviendo la llegada de lo que algunos no dudan en calificar como “la edad dorada de las teorías de la conspiración”.

Las redes sociales y una falsa idea del derecho a la libertad de expresión han sido el combustible perfecto para este estallido trumpista.

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Marantz se refiere a estos innovadores –como Zuckerberg (Facebook), Dorsey (Twitter) o Page y Brin (Google)– como los “Big Swinging Brains”. Todos ellos, fuera una postura sincera o cínicamente impostada, abrazaron en sus inicios el fundamentalismo de la libertad de expresión, eludiendo cualquier responsabilidad en la difusión o el control de mensajes perniciosos y estableciendo un único criterio válido: “El último barómetro de la calidad es: si se comparte, es calidad”.

Marantz encuentra también otro pecado original en el enfoque de los diseñadores de las redes sociales. Según el autor de “Antisocial”, esos ingenieros creían que el mercado de las ideas es como el mercado económico y que se iba a regular por sí mismo. Bastaba con inyectarle libertad y más libertad. Sin embargo, Marantz subraya que ni en el mercado económico ni en el de las ideas las cosas se arreglan por sí mismas. “Así, si no se tiene un plan, las cosas van a ir por muy mal camino”, sentenció este autor estadounidense en una entrevista en octubre pasado.

Por debajo de ese discurso libertario estaba el verdadero negocio: “monetizar” la participación del usuario. Incitar a los usuarios de las plataformas a participar el mayor tiempo posible. Porque así se cosechaban cantidades ingentes de datos que luego eran utilizados para cumplir el verdadero objetivo de esas compañías: colocar publicidad a cada usuario con la certeza de que comprarían esos productos. Porque los datos de actividad de cada uno así permitían predecirlo casi con certeza total. Compartir el mayor número de contenidos posibles el mayor tiempo posible. Hacia ese objetivo se orientaron los algoritmos que ordenan y distribuyen personalmente los contenidos que corren por las redes sociales. ¿Y cómo se conseguía eso? Acudiendo al funcionamiento básico de la psicología del ser humano. “Activando las emociones”, indica Marantz. Este periodista estadounidense lo explica así: “La premisa original de las redes sociales era que iban a unirnos a hacer un mundo más abierto, tolerante y justo... Y algo de eso sí hizo. Pero los algoritmos no se crearon para distinguir lo que es verdad o mentira, lo que es bueno o malo para la sociedad, lo que es prosocial, lo que es antisocial. Eso no es lo que hacen los algoritmos. Lo que hacen es medir la interacción: clics, comentarios, qué se comparte, retweets, todas esas cosas. Y si usted quiere que su contenido genere interacción, tiene que provocar emoción, específicamente lo que los expertos de la conducta llaman: ‘de alta excitación’”.

Marantz entiende por “alta excitación” cualquier cosa, “positiva o negativa, que nos dispare el pulso”. Y los mensajes que la ultraderecha estadounidense lleva años difundiendo, con el presidente Trump al frente, están hechos en un ciento por ciento de esa sustancia que nos causa una alta excitación. “Si tú incentivas las emociones de alta excitación y el compromiso emocional, entonces vas a promover ese tipo de propaganda”, añade el autor de “Antisocial”.

Nadie como la “derecha alternativa” de EE UU entendió el funcionamiento de los algoritmos que manejan las redes y el potencial que tenían para multiplicar el efecto de sus palabras y teorías conspiranoicas. Primero fueron todos los mensajes relacionados con el universo trumpista, con el presidente y sus intervenciones diarias en Twitter a la cabeza. Ahora, esa agitación se ceba con los efectos de la pandemia, dando altavoz a teorías negacionistas de todo tipo. Todos siguen la estrategia de “inundar la zona con mierda”; abrumar al público con sus mensajes hasta que consiguen ensanchar los límites de lo aceptable. Y así, lo imposible se convierte en normal. Como ya ocurrió en la Alemania nazi. Por poner un ejemplo.

“¿Qué es la libertad de expresión? ¿Significa que esta gente debe tener cuentas activas en Twitter, significa que cualquiera puede acosar y amenazar a alguien por la razón que sea?"

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Marantz también alerta de que lo que se dice en internet en absoluto se queda en internet, como podemos tener tendencia a minimizar. “No hay separación entre internet y todo lo demás”. De las palabras se pasa a los hechos, como bien se pudo comprobar en el asalto al Capitolio. El autor de “Antisocial” extrae, para la presentación de su obra, el caso de una de las muchas personas con las que se entrevistó a lo largo de los tres años en los que estuvo sumergido en la cloaca. “Hablé mucho con una joven que creció en un bonito suburbio multicultural de Nueva Jersey. Después del Bachillerato se mudó a Florida y de repente se sintió alienada y aislada, y comenzó a refugiarse en su teléfono móvil. Encontró alguno de estos espacios en internet donde la gente publicaba las cosas más atroces. Todo esto le pareció repulsivo pero a la vez interesante, no podía apartar la mirada. Comenzó a interactuar con gente en estos espacios y la hicieron sentir inteligente, la hicieron sentir válida. Comenzó a sentirse parte de una comunidad, comenzó a preguntarse si quizás alguno de esos memes podría contener algo de verdad. Meses después, estaba en un coche con sus nuevos amigos de internet camino a Charlottesville, en Virginia, para marchar con antorchas por la raza blanca. En pocos meses, había pasado de apoyar a Obama a ser una radical defensora de la supremacía blanca”.

Portada del libro “Antisocial”, de Andrew Marantz, editado por  Capitán Swing.

Portada del libro “Antisocial”, de Andrew Marantz, editado por Capitán Swing.

En su incursión por la ciénaga de la ultraderecha estadounidense, Marantz cuenta que se encontró gente de todo tipo, desde personas que sin valor fundamental alguno solo parecían estar “apostando” en las redes sociales a que podrían conseguir la mayor atención online siendo lo más extravagante. Otros, en cambio, sí eran ideólogos, pero no eran “conservadores tradicionales”, su objetivo era eliminar el sufragio femenino, o volver a la segregación racial, “o eliminar la democracia de raíz”. No obstante, sí encontró puntos de coincidencia entre todos estos agitadores que trataban de “incendiar” las redes para sembrar el caos en el mundo real. Primero, eran personas con un alto coeficiente intelectual pero con un “bajo coeficiente emocional”. Y, segundo, muchos se habían radicalizado cuando empezaron a sumergirse “en estos huecos particularmente oscuros de internet”.

Hasta que se produjeron los incidentes del Capitolio, las redes sociales habían dejado a Trump tuitear a sus anchas, como si sus arengas de 140 caracteres no fueran a tener efecto alguno y en aras, decían, de defender la libertad de expresión. Marantz no considera que acciones como eliminar las cuentas de Trump puedan considerarse en realidad una restricción de la libertad de expresión. “¿Qué es la libertad de expresión? ¿Significa que esta gente debe tener cuentas activas en Twitter, significa que cualquiera puede acosar y amenazar a alguien por la razón que sea? Todos estamos a favor de la libertad de expresión, pero tenemos que ver más allá. Porque (de lo contrario) terminamos en ese lugar bizarro donde la decencia no está de moda, donde las personas se muestran irritantes y peligrosas y donde las personas que tratan de proponer esas ideas (la moderación de los contenidos) son vistas como aburridas si tratan de ser decentes”, dijo Marantz en una de las presentaciones del volumen que ahora sale en España. En una parte de su libro, este periodista de “The New Yorker” escribe: “La Constitución (de EE UU) garantiza que el Congreso no promulgará ninguna ley que restrinja la libertad de expresión. No garantiza el derecho de nadie a amenazar a extraños en la plaza púbica, ni a gritar obscenidades en la televisión, ni a utilizar una plataforma de redes sociales para hacer campaña por la expulsión física de sus conciudadanos, ni a promover ideas racistas sin que se le haga sentir como un racista”.

Un veto con sabor a censura 

Carles PLANAS BO

El 6 de enero el sistema democrático de Estados Unidos vivió una prueba de fuego sin precedentes con el asalto al Capitolio protagonizado por ultraderechistas seguidores de Donald Trump. Tras la fallida insurrección, el país ha abierto otro debate también trascendental sobre la decisión de las grandes plataformas tecnológicas de suspender permanentemente la cuenta del presidente por “riesgo de incitación a la violencia”. La última en sumarse es Youtube, que ha eliminado el último contenido subido por Trump y le impide colgar nuevos vídeos por al menos 7 días. Un cambio de paradigma sobre el rol de las redes sociales.

Atizar el fuego de la protesta contra su propio Gobierno bajo falsas premisas conspiranoicas le ha valido a Trump una reacción en cadena de los gigantes digitales. Facebook, Twitter, Instagram, Google, Tik Tok, Spotify y Youtube, entre otros, han optado por suspender o restringir la cuenta del líder republicano. La decisión fue celebrada por muchos usuarios de esas plataformas, pero también se lanzaron advertencias sobre los peligros que supone para la libertad de expresión.

Espacios privados

Desde entonces se ha acentuado una discusión jurídica y política que marca uno de los momentos más trascendentales en la historia de las plataformas digitales y que va mucho más allá de EE UU. ¿Tienen derecho a silenciar a Trump? ¿Se puede hablar de censura?

Una ley

La sección 230 de la ley de decencia en las comunicaciones de EE UU considerada la norma fundacional de internet, establece que las plataformas no son responsables del contenido que albergan. Esa ley permitió su crecimiento porque las protegía de posibles demandas. A su vez, las plataformas no son entes neutrales, sino espacios privados con políticas de moderación de contenido.

“Es una paradoja que puedan eliminar contenido no ilegal, pero aun así no se trata de censura”, explica Joan Barata, investigador del Cyber Policy Center de la Universidad de Stanford. Obligarlas a mantener una publicación contra su criterio se considera una violación de la primera enmienda. “La suspensión del presidente es un simple ejercicio de los derechos de las plataformas (…) pero nos preocupa que asuman el papel de censores”, señala el grupo internacional de derechos digitales EFF.

Demócratas y republicanos piden modificar esa ley para responsabilizar legalmente a las plataformas del contenido de odio que se publique. Pero mientras los primeros lo hacen para obligarlas a asumir unas políticas de moderación más claras contra el extremismo, los segundos lo hacen para acusarlas de censura contra los conservadores. El modelo económico de las plataformas, cuyo algoritmo promociona el contenido radical por su capacidad adictiva, invalida esa tesis de Trump.

Pero no todos los juristas comparten esa visión. “Para mí es censura”, señala el abogado Borja Adsuara. “Nos puede parecer bien que censuren a Trump, pero no que lo hagan las multinacionales tecnológicas, sino un juez”, señala, advirtiendo de que se trata de un “ataque” contra la Constitución y las directivas europeas.

Ambos juristas remarcan que la suspensión de Trump evidencia la preocupación por el gran poder que tienen esas empresas tecnológicas en el debate digital. “No es tanto que las plataformas tengan normas y las apliquen, sino que hay la sensación de que tras el asalto sus directivos decidieron suspender la cuenta de Trump”, señala Barata. Aunque defiende el derecho de las redes a hacerlo, alerta de que, sin una regulación clara, el poder censor de esas plataformas supone un peligro.

El bloqueo aplicado por Facebook fue un cambio repentino sobre cómo la red social ha protegido los mensajes políticos en los últimos años, permitiendo a Trump la difusión de conspiraciones supremacistas. “El movimiento sin precedentes, que carece de una base clara en cualquiera de las políticas de Facebook, destaca que las plataformas dominantes se están inventando literalmente las reglas del discurso en línea a medida que avanzan”, dice el periodista Will Oremus.

Esa advertencia es compartida por mandatarios europeos poco sospechosos de ser afines al Trump. La canciller alemana, Angela Merkel, ha remarcado que solo “se puede interferir en la libertad de expresión en la línea de la ley y del marco definido por los legisladores, no de acuerdo con la decisión de la administración de las plataformas de redes sociales”. El comisario europeo de Mercado Interior, Thierry Breton, ha criticado que la decisión de las plataformas no cuenta con “legitimidad democrática ni supervisión”, mientras que el ministro de Finanzas francés, Bruno Le Maire, ha señalado que la regulación de internet “no la puede hacer la oligarquía digital”.

Demasiado poder

El poder de regulación de las plataformas en la Unión Europea es similar: son responsables de eliminar contenidos si saben que son ilegales, como el terrorismo o la pornografía infantil. Pero la actual legislación es de 2000 y, por ello, la Comisión Europea presentó en diciembre dos normas para reformar el espacio digital que buscan un equilibrio entre la moderación de contenido y la preservación de la libertad de expresión.

Ambos expertos advierten de que, bajo la amenaza de sanciones, esas nuevas leyes europeas tienen el riesgo de incentivar a las plataformas a eliminar contenido legal como puede ser la propaganda política o la desinformación sobre el covid-19. “Es una vulneración de la libertad de expresión porque no es una decisión privada, sino fruto de una delegación del poder público”, señala Barata. El peligro es que el apremio de los gobiernos lleve a casos de censura en las redes. Como en EE UU, el sistema europeo protege la libertad de expresión de los individuos ante abusos de los poderes públicos.

“Las redes han empezado a actuar como si fuesen jueces de la verdad”, denuncia Adsuara, que sí aplaude que se obligue a las plataformas a ser transparentes y que los usuarios tengan mecanismos de revisión de sus decisiones. Si la presión pública y social lleva a una moderación de contenido, esta debe ser establecida, aseguran, en base a criterios claros y garantías.

El impacto de dichas normas aún está por ver. Algunos tribunales ya han obligado a las redes sociales a restablecer contenido retirado al entender que se estaba violando la libertad de expresión de sus usuarios, pero no se ha sentado un modelo a seguir. Estamos asistiendo a una fase aún incipiente sobre la regulación de dichas plataformas digitales. El camino por recorrer se presenta lleno de incertidumbres, pero también de riesgos. 

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