Selva ha crecido cinco centímetros desde que empezó esta pesadilla; Mikel, seis. En estos tiempos en los que la incertidumbre se mide en hipótesis matemáticas y la evolución de la pandemia se extrapola a gráficos, los once centímetros en números totales de mis hijos dan fe de que ha pasado un año con sus doce meses y de que la vida ha seguido, por fortuna, en tiempos covid. También podemos hacer una ecuación del tiempo pasado en función de las visitas del ratón Pérez a casa: dos. O contabilizar los días según el número de videoconferencias, con algunas gloriosas, como las de los cumpleaños de Selva (6) y Mikel (3), que, salvando distancias, fueron una especie de gala de los “Goya” en “streaming” para las familias. Podríamos poner números a todo un año de pandemia. Por ejemplo, mascarillas: desde que su uso es obligatorio en Asturias llevamos gastadas unas 1.320, aproximadamente, sin contar a Mikel, que libra por edad. O numerar las veces que Vicen cambió de trabajo en pandemia: tres. E incluso contar las burbujas en las que hemos estado. También estamos en condiciones de poner un infinito a las veces que deseamos despertar de este sueño de renuncias constantes.

La última foto prepandemia que tengo de Selva y Mikel es en una pastelería de Avilés. Era domingo, y yo trabajaba. Me escapé a darles un beso antes de que comenzara la séptima carrera popular por la igualdad de la ciudad, con más de seiscientas personas inscritas. El siguiente “pantallazo” que guardo en el carrete del móvil, del 12 de marzo, es el de un aviso del colegio por aquel entonces de Selva: advertían del cierre del centro por el positivo de un alumno. Nada volvió a ser igual a partir de entonces. El nuestro fue un confinamiento al uso en un piso de setenta metros cuadrados, aunque no compramos rollos de papel higiénico así a bote pronto. Se sucedieron fiestas de disfraces improvisadas en casa, acampadas en el salón, tardes de cocina internacional y horneado de pan, aplausos desde la ventana, bailes en la terraza animados por el “techno” del vecino, noches de pesadillas y llantos, mañanas de deberes online, trastadas sin horario y muchas horas de juegos para que el confinamiento no fuera solo un sinónimo de encierro. Por cierto, Vicen aún tiene melena después de un año de pandemia. También hubo días de preocupación por casos covid en nuestro entorno más cercano y muchos desvelos. Pero aun con todo, y conscientes del dolor ajeno, decidimos que en nuestra casa estaba permitida la risa. Y así comenzó este blog hace un año, una especie de desahogo en letras.

En cuanto a lo de ser papás a tiempo completo sin dejar de trabajar fue (y es) difícil, sí. Guardo en el anecdotario el momento en el que lancé un paquete de gusanitos varios metros, de una habitación a otra, para que mis hijos dejaran de gritar mientras hacía una entrevista telefónica. O la cantidad de mensajes que respondí a mis jefes desde dentro de un armario, mi sitio en el escondite. Ahí están para el recuerdo también los momentos en los que Selva o Mikel aparecieron como personajes secundarios de una peli en más de una videoconferencia, las veces que decidieron hacer obras de arte en papeles con apuntes o el día que la mayor mandó un mensaje desde mi móvil a un médico de la agenda que en realidad era para su abuela. Ponía “Te Kiero” (así, con K), y se quedó tan pichi, la tía. También queda como resumen de pandemia el día que Selva se lanzó a leer, gracias a las lecciones de su profe, con las “letras grandes” de este diario.

Para Selva y Mikel no dejaré de ser la “morruda” que más tiempo ha pasado delante de un ordenador... Pero la realidad pinta bastos, que diría mi abuelo. De teletrabajo y menús de diario prefiero no decir nada: no sé las veces que se salió el agua de la olla por despistes ni cuántos filetes dejé como suelas del zapato por no poner atención a los fogones. De compaginar la oficina en casa con las actividades escolares online, aún menos: ¡no sabéis lo que es ver a Vicen vestido de tutú para seguir una clase online de ballet con Selva! De curro, hijos y deporte en estos tiempos, mejor ni hablo. En plena pandemia compré una máquina de cardio, porque a mí todo esto me pilló a dieta. La revendí sin estrenar. Del “outfit” de pandemia… ¡qué vamos a decir que no se sepa ya! Y eso que en casa reinó una máxima: el pijama solo para ir a la cama. En cuanto a la vida social, esta se redujo prácticamente a memes de WhatsApp: nos faltó poner letra a “Astronomia” de Vicentone (que no el mío) y Tony Igy.

Con el verano respiramos un poco más tranquilos, creo que como casi todos. Selva y Mikel pudieron ir a “su” playa de San Juan, a “mi” playa de Aguilar, en Muros, y a “nuestro” San Esteban. Queríamos ver luz al final del túnel. Llegó septiembre y la vuelta al cole. ¡Por fin, sí! Mikel debutó como párvulo y Selva avanzó curso. Desde aquí, nuestro aplauso más que merecido a esas profes que han hecho más sencillo un curso que comenzó con plan de contingencia. A día de hoy no han perdido ningún día de clase; es más, Selva y Mikel han ido a clase más que ningún otro año porque, ya sin hablar de covid, no han enfermado. Y toco madera. La cara b de esa vuelta al cole es el lavado diario de uniformes y mochilas a 60 grados para su desinfección y, como esto es Asturias y no siempre seca la ropa, los apuros son constantes. El día a día sigue siendo, pues, complicado. De casa salimos por curro y poco más. La última vez que fuimos a tomar una sidra sentimos que aquello no era para nosotros, porque los críos son eso, críos, y yo necesitaba que fueran estatuas que no se movieran, que no tocaran, que no se relacionaran y respiraran lo justo.

Las Navidades fueron de ensueño si no fuera porque estamos en pandemia: el día de Nochebuena cenamos huevos y arroz blanco, ¡bendito manjar! En Nochevieja más de lo mismo, pero hicimos cachopos (tengo la báscula guardada desde entonces)... Los Reyes nos visitaron. Selva pedía tres cosas, una de ellas sin titubeos: “Que se pase el coronavirus ya”. Los peques y también nosotros echamos en falta a la familia estos días tan señalados. Con el año nuevo quisimos creer que todo iba a ser distinto, que iba a salir el sol entre tanto arcoíris. Pero Vicen y yo volvimos a sentirnos protagonistas de “Atrapado en el tiempo” o el día de la marmota. Para animarnos hicimos nuestra la frase de Phil Connors (Bill Murray) en esa película: “Cualquier cosa diferente es buena, pero esta podría ser realmente buena”.

Ahora hace un año desde que comenzó esta pesadilla, de la que guardo casi mil fotos hechas en casa. Nosotros hemos intentado quedarnos con lo mejor de doce meses de pandemia. Hemos descubierto lo que es estar los cuatro en casa: si no fuera por la pandemia, apenas lo habríamos probado. Hemos aprendido a convivir, hemos descubierto que el cuscús nos sale de escándalo y el pan aún mejor. También nos hemos acostumbrado a los “grafitis” infantiles en las paredes y ahora creemos que los cientos de dibujos que adornan la cocina son mucho mejor que el papel pintado. Asimismo, hemos dejado de gruñir cada vez que los pequeños terremotos transforman el pasillo en pista de atletismo y los sofás en camas elásticas. Y podemos decir que nos hemos hecho expertos por causa de fuerza mayor en el uso de Houseparty, Zoom, Microsoft Team... La vida pasa desde marzo a través de rectángulos: los del ordenador, los del móvil, los de la venta. Nuestras salidas por ocio son al monte o a la playa y siempre con ganas “cuatro plus” tras un par de largos cierres perimetrales en Avilés.

Tenemos la esperanza de que esto tendrá fin. Hace días, practicando unas lecciones de vídeo, le pregunté a Selva ante la cámara cómo estaba después de doce meses: “Cansada y aburrida”, confesó. Mikel se coló en la entrevista: “Yo también”. Para paliar ese hastío y hasta que crucemos la meta seguiremos celebrando todo lo que sea celebrable en esta casa que ya es mucho más que eso, es oficina, es refugio, es búnker antimiedos, hotel, chigre, restaurante... Continuaremos elaborando nuestras gráficas de pandemia en función de los centímetros que crecen los peques: las familias conocían a unos casi bebés y se reencontrarán con unos niños que han madurado en pandemia. Volveremos a dejar queso para el ratón Pérez y seguiremos “teletecleando” con la esperanza de doblegar al virus y recuperar lo único incontable de un año, los besos y los encuentros sin abrazos.