A Muria (Tapia)

Se puede decir que Alberto Martínez ha pasado buena parte de su vida en activo sobre cuatro ruedas. Y es que este tapiego emprendedor decidió comprar un tractor como herramienta de trabajo. Fue a finales de los sesenta, cuando la mano de obra era aún fundamental en el campo y apenas había tareas mecanizadas. Por eso, la llegada de su tractor, con matrícula O-503, revolucionó la vida de sus vecinos. El «marelo», el apodo cariñoso que le impusieron al vehículo por su color amarillo, se convirtió así en modo de vida del protagonista de esta historia.

Martínez nació en Campos en 1931, pero desde su boda en 1954 reside en el núcleo de A Muria. Nació en un tiempo donde ir a la escuela era poco menos que un lujo y por tanto asistió lo imprescindible para aprender a leer y escribir: «Iba a la escuela cuando llovía y antes llovía poco». Pese a que tenga pendientes algunas de las lecciones aprendidas por sus compañeros de pupitre, nunca le faltó iniciativa y empeño para trabajar.

Nació en una familia de agricultores y por eso el campo fue su escuela. Aun así, tras la muerte de su madre decidió marchar en busca de fortuna y probó suerte en la mina. Se trasladó a Turón con un tío que le buscó un empleo en la mina La Camocha y allí estuvo unos dos años. No obstante, ya tenía razones para volver: había iniciado ya su noviazgo con la que luego sería su mujer y a la que conoció una tarde de cine en el mítico salón tapiego «El Edén».

Tras prestar el servicio militar en Salamanca, Martínez se afincó de nuevo en Tapia y regresó al trabajo en el campo. Primero se centró en su modesta explotación ganadera y también en el cultivo de sus tierras. El matrimonio ordeñaba a diario su decena de vacas y después vendía la leche por la villa de Tapia. La mayoría de las veces era su mujer la encargada de la venta -subida en una vieja bicicleta y con dos lecheras colgadas de cada manillar-. Lo que sobraba se llevaba a desnatar, operación que les posibilitaba tener nata para vender y suero para dar de comer a los cerdos. Todo se aprovechaba.

La venta de la leche sirvió como complemento pero no era suficiente. Por eso Martínez se hizo con una máquina de mayar y empezó a dar servicio a los vecinos de las parroquias de Salave, Campos y Mántaras. La mayega (la actividad tradicional en la que se separa el grano de trigo de la espiga y la paja) era una cita obligada de cada verano. «Entonces había trigo en todas las casas, así que todos necesitaban ayuda», recuerda el protagonista. El trabajo se cobraba en función del gasto de gasolina del motor. «Era poco pero no se podía abusar, ya que en las casas no había dinero», explica.

A finales de los sesenta se le ocurrió adquirir el tractor, que le costó 175.000 pesetas. «Ahora parece una miseria pero entonces era una fortuna», precisa. Tanto que dos vecinos le avalaron para hacer la compra que completó con un arado de 22.000 pesetas y una grada de 18.000.

El tractor fue toda una novedad y por eso el trabajo no le faltó. «No era para hacerse rico, lo que sacabas daba para vivir porque cobraba a cuarenta pesetas la hora», comenta. En los últimos años de la mayega el tractor colaboró convirtiéndose en la fuerza motor de la máquina de mayar. Después, la gente fue progresivamente abandonando el cultivo del trigo y llegaron otros quehaceres. «Hacía un poco de todo, hasta tengo ido a la playa de Tapia a recoger arena que me encargaban para la construcción».

En las épocas de más trabajo casi no tenía tiempo para ver a la familia, ya que salía de casa a las 6 de la mañana y llegaba casi de madrugada. Las horas de tractor eran duras porque aquel primer vehículo tenía pocas comodidades: el volante no tenía dirección asistida, lo que obligaba a maniobrar con fuerza; el asiento era de chapa de hierro, lo que lejos de amortiguar los golpes hacía lo contrario; se pasaba frío, calor?Lo peor de todo eran las carreteras, pues al principio no estaban preparadas para el paso de maquinaria: «Eran pistas para carros de vacas por las que el tractor casi no entraba». Eso sí, siempre se las arregló para llegar a todas partes y sin carné de conducir, ya que no lo sacó hasta tiempo después, cuando se compró su primera moto.

Ya en la década de los noventa, cuando los tiempos habían mejorado, renovó el tractor y jubiló parcialmente el «marelo», que aún conserva. Progresivamente abandonó lo de trabajar para fuera, adquirió tierras y montes y se centró en su propia explotación.

Dice que todavía no piensa en jubilarse y sigue trabajando casi al mismo ritmo que al principio. Eso sí, siempre que puede saca tiempo para viajar. Ha visitado Puerto Rico, Argentina, Alemania, Marruecos, Holanda, París y buena parte del territorio nacional. Junto a su mujer está preparando su próxima escapada a las islas Baleares. «Estamos hechos unos golfos», bromea.