Vegadeo

Creció al abrigo de la fragua de su padre, ayudándole a manejar las tiras de hierro fundido que terminaban por convertirse en bisagras. Aquellas pequeñas piezas, junto con lo que su madre recaudaba vendiendo fruta en la plaza, les permitieron salir adelante. A Julio Ron, Julio del Purifico -como le conocen en Vegadeo-, la vida le hizo dar muchas vueltas hasta que encontró su verdadera pasión como chatarrero.

Ron nació en el barrio de La Galea en 1922, por lo que ya ronda los noventa años de edad. Su primer trabajo lo desempeñó junto a su padre cuando contaba 12 años. Cuando este falleció, Ron encontró faena con otro herrero por 60 céntimos al día y largas jornadas de trabajo. Ya sabía entonces este veigueño que lo suyo sería el trabajo por cuenta propia, pero le costó encontrar su vocación. Pasó años dedicado a los más variados menesteres, en busca de un sueldo que llevar a casa: «botones» en el Hotel Madrileño, mozo de carga en el puerto de Vegadeo, camarero, pinche en una contrata, obrero en la construcción de la vía ferroviaria Ferrol-Gijón?

Tras la guerra civil, en la larga época del racionamiento que impuso el régimen franquista, Ron descubrió el estraperlo. «Éramos traficantes de poca monta», rememora entre bromas. Su tráfico se basaba en productos de consumo familiar, como café, azúcar, aceite y tabaco, entonces intervenidos por el Estado y que compraban y vendían de forma ilegal.

Ron solía desplazarse hasta la localidad lucense de A Pontenova. Viajaba normalmente en el popular tren minero que hacía la ruta Ribadeo-Vilaodriz. Él lo cogía en Porto y paraba en la estación de A Pontenova, donde había menos controles de la Guardia Civil, lo que hacía proliferar el mercadeo de productos ilegales.

Tras el regateo con los vendedores volvía al tren, donde escondía la mercancía bajo el asiento. Los estraperlistas tenían incluso señales para evitar que los detuviesen: «En una de las estaciones había una señora que levantaba un pañuelo blanco si había guardias; en ese caso, todos tirábamos la mercancía por la ventana».

Había ruta de tren los miércoles y los sábados y dos servicios al día. Si era rápido, iba y volvía en el mismo viaje; de lo contrario debía esperar al tren de la tarde para regresar a casa. Al dejar el tren, iba directamente a los comercios veigueños a ofrecer la mercancía.

Tres veces le cogieron los guardias. La primera y la segunda apenas tuvieron relevancia pues llevaba azúcar y fabas, pero en la tercera ocasión lo pararon con 32 kilos de café crudo, cuyo tráfico estaba más penalizado. La multa ascendió a 1.000 pesetas -un dineral en la época- y, si no la pagaba, se arriesgaba a que lo enviaran a un campo de concentración.

Ron pagó hasta el último céntimo, lo que le dejó al borde de la ruina. «Me iban a mandar al campo de Nanclares de la Oca, en el País Vasco. Me dio tiempo a reunir el dinero dos días antes de que me tocara partir». Con el susto metido en el cuerpo no quiso saber nada más del estraperlo, al que dedicó casi una década de su vida.

Así fue como, a principios de la década de los cincuenta del siglo pasado, comenzó a dedicarse a la chatarra. Primero, como asalariado de un amigo chatarrero. Con una romana y un saco recorría los pueblos de los alrededores de Vegadeo en busca de metales y de trapos. «Sobre todo, lana, que luego enviaba a fábricas vascas para hacer tejido. Se pagaba bien».

Al principio trabajó a pie y después se hizo con una bici, al tiempo que ampliaba su ruta y su conocimiento del trabajo. En los concejos lucenses eran especialmente valiosas unas calderas de metal, muy usadas para calentar la comida de los cerdos.

Con el tiempo, Ron decidió buscar otros compradores a los que vender la mercancía. Y así fue como se hizo con un negocio propio. Después, su hijo se sumó al trabajo familiar y fue entonces cuando compraron una camioneta. «Llegamos a transportar entre 2.000 y 3.000 kilos de metal y ampliamos mucho la ruta», comenta.

A Julio del Purifico el trabajo se le daba bien porque tenía dotes de vendedor y capacidad para convencer a la gente. En el negocio de la chatarra son cualidades imprescindibles y, más aún, en la compraventa de antigüedades, actividad a la que también se dedicó. «Compraba mesas, armarios, santos? de todo». Después lo llevaba a su almacén de Vegadeo y esperaba al mejor pagador.

Ron se jubiló a los 65 años, pero no se deshizo del negocio, que primero quedó en manos de su hijo y ahora de su nieto, la tercera generación dedicada a la chatarra. «Y ahora, de jubilado, tiene el colmo del chatarrero, que es la falta de hierro», bromean sus nietos.