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Félix Martín

Nos vemos en el bar

Un nostálgico recuerdo en tiempos de pandemia del recorrido por los establecimientos hosteleros de Tapia

Cuando nos desplazábamos al Occidente por la vieja nacional 634, la prisa no estaba en el programa. La primera paradina en Cornellana, y Casa Grana nos servía un espléndido bocadillo de carne por 25 pesetas, que se deshacía en la boca. En Salas, los carajitos del profesor, por aquello de quedar bien con quien nos esperaba en destino; mientras que Tinina en lo alto de La Espina, hacía unas casadiellas que sabían a gloria. Después de 4 horas largas arribábamos a Tapia, donde a más de uno le faltaba tiempo para presumir de haber batido el récord de llegada desde Oviedo: “ … hoy, en tres horas y 35 minutos ...”.

Y cuanto antes, claro, los reencuentros. Por la mañana, un cafetín en El Moderno, donde Alonso, de blanco impecable, y su equipo de camareros con smoking, nos atendían a la vieja usanza, es decir, como Dios manda. En lo alto de la playa, un tentempié en el barín de Ramón “de Mingoto” y, antes de comer, una botellina de sidra sin congelar, en La Terraza, con Paco Lagúas escanciando brazo en alto, como está mandado. Después de comer la partida en El Cantábrico, con Antón omnipresente, también las voces al alto la lleva del Pilaro, Pachilán, Crisanto y compañía, y con el humo de los Farias cortándose a cuchillo. Por la tarde unos vininos en El Maipú, eso sí, sin apurar al obrero, o sea, a Castorín. Tampoco convenía acelerar mucho a Juanín, genio y figura del viejo Mesón del Puerto. Por la noche a ver a Josemari al Rincón, con un espectáculo gratis total y que ya quisiera el Moulin Rouge. Todo ello en un ambiente de camaradería, de pantalón mahón, boina y alpargatas, sin marcas de cocodrilo en el polo, ni cosa parecida.

Todo se cocía a fuego lento en el bar. Allí desfogábamos nuestras penas y futbolerías, las pasiones políticas, o los pequeños asuntos locales. En el bar cortejábamos, quedábamos con nuestros amigos y hasta con el enemigo; en el bar leíamos gratis la prensa sin prisa alguna, veíamos, simultáneamente, uno o varios partidos de la Champions, y protestábamos si no nos ponían una tapa, que a veces nos servía de cena. En el bar queríamos que el dueño nos recibiese siempre como si estuviese de fiesta, sin reparar que, a lo peor, llevaba doce horas trabajando de pie. Pretendíamos que nos sacase la alfombra roja para entrar y para salir, cuando en no pocas ocasiones lo único que merecíamos era una tarjeta del mismo color.

Ahora, sin embargo, un virus nos restringe los horarios, nos obliga a sentarnos como niños de escuela, pedir turno para cenar sin sobremesa ni cantarinos, mantener la distancia, e ir embozados con una mascarilla, a poder ser, que no sea falsa. Y todo sin utilizar la barra, es decir, el elemento que da nombre y razón de ser al bar. La barra nos quiere, nos sujeta cuando estamos cansados, e incluso nos hace disimular cuando no nos tenemos de pie. Sin barra no es lo mismo, y para más inri ahora nos los cierran. Como quiera que sea, que no nos falten nunca. Nos vemos en el bar.

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