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A Pilar Pérez Bernot

Pilar, «la de La Pilarica», nos contaba a veces que las esquilas (o quisquillas) que cogía su padre, Pedro «el Sordu», albañil y pescador de roca, las vendía luego ella, de cría, de puerta en puerta, en las casas de los ricos. Y que con lo que sacaba de la venta, compraba en la plaza, por encargu del su padre, los martes de mercáu, las benditas mantecas de Porrúa (Pedro era un lambión de marca mayor) y quesinos mediu curaos de Peñamellera. Nos lo recordó, incluso, aquella vez que el azúcar se rebeló en su sangre como un tsunami y le originó una implacable desorientación en su cerebro. En su cabeza santa, esencialmente buena y emparentada con la santidad. Los escenarios de infancia de esta dama habían sido San Antón, Puertu Chicu y la iconografía de pies descalzos, de despensas vacías y de almas homólogas y transparentes, como las de las familias vecinas de los Camarás y los Xorobines. Microcosmos que podría haber inspirado a Engels una reflexión sobre el materialismo dialéctico. Ella y las otras crías jugaban a las mamás en el Tendederu con «peponas» y pretendían, las muy pillas, escaquearse de ir a la escuela (o de naufragar en la realidad que acechaba a la vuelta de la esquina). Pero en cuanto se descuidaban -jolín, eh tú- allí aparecía Aurora, la madre, con una ramina de ortigas que les hacía ver las estrellas en tecnicolor. Y allá corrían ellas, rascando el culu, calle abaju, hasta la casina en la que vivían, en pleno corazón del Barriu.

Ya casada -y ya enviudada joven-, le sobrevino el peaje de los 38 años (y un día) que le exigió la vida para atender una tiendina de ultramarinos en la calle Mayor, número 5, en Llanes (La Pilarica), y sacar adelante a dos hijos. A pie de mostrador, aguantando catarros. En madreñas? A Pilar uno la recuerda ahora, sobre todo, en andenes (siempre en andenes), en tránsitos de estación, despidiéndose y despidiéndonos. Entregándose siempre hasta la última gota, como una puesta de sol, derretida en lágrimas y pañuelos, derrengada en bultos, maletas y transbordos en Venta de Baños. Era una madre valiente (y resignada), que siempre ponía buena cara a la vida. La beca que sus hijos tuvieron oportunidad de disfrutar (primero en Valladolid y luego en Madrid) era, acaso, el contradictorio veredicto de la soledad a la que estaba condenada. Pero quiso enseñar generosamente a sus lebreles la parte buena del género humano. Y ellos, andando el tiempo, le enseñaron a ella poco más que los aprobados ramplones de sus notas de becarios y los recovecos del Metro de los Madriles, que habían aprendido a descubrir como inmigrantes. Y Pilarina recorrió el Rastro con ellos y hasta llegó a volar en Iberia, como un hada madrina, a explorar cielos que nunca había soñado conocer, como Roma, París y Londres.

Pilar, «la de La Pilarica», no se daba ni pizca de importancia y, sin embargo, era uno de los últimos grandes personajes populares que nos quedaban en Llanes. Ayer, viernes, fue enterrada en Camplengu. Era mi madre. Mi secretaria. Mi inseparable amiga. Tenía sólo 84 años.

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