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Matar el amor

Ella tenía catorce años y él dieciséis. Era tan guapo... En cambio, sabía que la consideraban una incolora mosquita, una polilla, un ser insípido, superfluo, y que ser la primera de la clase y obtener las mejores notas del colegio la convertían en una anormal, una rara enfermiza. La llamaban "la Cabezona" y se reían de que estuviera siempre leyendo. Los abucheos y silbidos de rechazo, burla y pitorreo le herían los oídos, pero no le importaban. Incluso sonreía desdeñosa, pensando que aquella manada de onagros salvajes no merecía ni un monosílabo suyo.

Cuando él le propuso ir el próximo sábado a buscar setas, le contestó que sí, claro que iría. Era miércoles y al día siguiente no le habló del asunto ni tampoco el viernes, por lo que se dijo resignada que sin duda se había olvidado o acaso le había surgido algo más interesante que ir con "la cabezona" a buscar hongos; pero, por la noche, la telefoneó para recordarle la cita.

Al verlo, le pareció que el mismo sol había descendido para conducirla, aquella tarde mágica, al lugar encantado que más le agradaba bañar con su luz.

El sitio era de ensueño: dorado y encendido con todos los increíblemente bellos colores del otoño.

Llenaron el cesto. Luego él la abrazó y empezó a besarla. Ella pensaba, con el corazón bailando de alegría, que estaba conociendo el amor y que le interesaba y conmovía hondamente ese descubrimiento. Era la primera vez que la abrazaban de aquella manera y eran también sus primeros besos en la boca.

Te quiero, le dijo. Estoy enamorada de ti, lo sé, lo siento y sé que esto es amor de verdad, buen amor, amor del bueno. Él permaneció callado y ella dejó que la tendiera en el suelo, sobre las hojas. Luego creyó que iba a matarla de tanto como la amaba. Después se fueron del bosque cuando anochecía. Pensó que la tomaría de la mano. Pero bajaron el camino silenciosos y distantes: ella delante y él unos pasos atrás. Veía la luna creciente en lo alto, sin la compañía del lucero vespertino ni de ninguna estrella, una luna tan sola como ella. Cuando vislumbró las luces de la ciudad, sintió ganas de llorar, pero se llamó imbécil y se tragó las lágrimas.

-Toma, llévate las setas -dijo él, al despedirse-. Y quédate con la cesta. Las setas no me gustan. Te mentí para convencerte de que vinieras conmigo al bosque. Adiós.

Y se fue sin mirarla. Ella había pensado que le daría un beso. Por eso, en un rapto de desesperación, estuvo a punto de abrazarlo, pero la echó para atrás la expresión de su rostro: seria, ceñuda. Había dejado de ser el Sol y era alguien hosco y malhumorado inesperadamente, de un modo inexplicable. Sin embargo, no quería aceptar lo que la atormentaba y el corazón le gritaba. Así que se empeñó en no darle importancia a su extraño cambio y en no pensar en ello. Lo había pasado muy bien, había sido muy feliz y no se arrepentía de nada de lo que había sucedido entre los dos, se dijo aferrándose a su decisión de declarar aquel día como la gran fecha inolvidable en su vida por haber encontrado su primer amor, su gran amor. Sentía por él algo que la invadía por entero y le causaba una inundación de sensaciones de ansiedad y anhelo de que la estrechara en sus brazos y quedarse en ellos para siempre, segura de que aquello era estar enamorada y que nunca jamás podría enamorarse de modo tan enloquecedor que le daba ganas de cantar, de sollozar, de reírse, aunque ignorara si los sentimientos de él hacía ella eran semejantes a los suyos.

Aquel domingo se quedó en casa. A lo largo de todo el día no pudo leer, ni ver la televisión ni escuchar música, sólo dejarse flotar y volver con la imaginación y el deseo a aquel lugar encantado, donde había encontrado el amor de su vida. Al día siguiente, un lunes grisáceo y frío, pero que le pareció azul, cálido y dorado, no hizo más que ansiar la hora del recreo que su curso y el de él compartían en el mismo patio. Sin embargo, no se acercó a ella. Ni siquiera la miró en ningún momento. Estaba desconcertada, aunque no alarmada. Pero, poco antes de que sonara la sirena que indicaba el final de aquella expansión de media mañana, le mandó a un mensajero con un papelito que cogió temblorosa y guardó para leerlo a solas.

Nada más salir, echó a correr desaforada. Llegó a casa y se encerró en el baño.

"Olvídame. Lo que hice contigo fue por una apuesta. Nadie pensaba que lograría conseguir llevarme al huerto a la cabezona que había escrito en el relato ganador del concurso de cuentos de este trimestre que el amor no era un juego, sino algo serio y solemne y a la vez tan tierno, alegre y bello como la risa de un niño, el niño Eros, el niño Cupido o el mismo Dios Niño, o algo por el estilo de azucarado que da mucha risa, porque eso sólo lo piensa una zumbada, una boba del culo. Das pena. A mí, me das asco, porque eres una infantil que nunca será una verdadera mujer. Aunque te haya desvirgado, siempre serás una virgen bobalicona con la cabeza llena de pájaros tan bobos como tú. Olvídate de mí y ni me saludes. De todo modos, gracias por hacerme ganar la apuesta. Ah, se me olvidaba decirte que demostré que había hecho lo necesario para ganarla, enseñándoles a mis amigos tus bragas".

Quiso comerse el papel y echar a correr hasta que se le rompieran los pulmones. Pensó cortarse la cara, clavarse un cuchillo en el corazón y tirarse por la ventana. Pero se quedó paralizada sin llorar, sin gritar, gélida, seca, rígida. De lo que ocurrió después sólo recordaba escenas confusas como un resplandor rojizo que la cegaba y su angustia por los lamentos de su madre y el llanto ahogado de su padre. Luego la llevaron a un centro de salud para enfermos mentales menores de edad. Le explicaron que su cabeza estaba mal, pero se curaría. Les aseguró que estaba perfectamente pero que, a veces, escuchaba lo que dirían en el colegio: Era una cabezona comelibros muy lista, tan listísima que, hale, al primero que le dice "Ven conmigo al bosque", lo obedece sin rechistar como una nueva e idiota caperucita y permite, tan pánfila, que le baje las bragas para tirársela en el suelo y ganar una apuesta. Y les juró que era su corazón el herido, porque había visto la cara del Mal. Le sonreían asintiendo y ella insistía en que no quiso cortarse las venas, que los cristales del espejo se incrustaron en sus muñecas, cuando llegó a casa y vio su cara de derrotada y empezó a pegarle y a pegarle a su imagen por haber sido tan cretina y la golpeó brutalmente para borrar su rostro para siempre. Y no la creían cuando gritaba que aquello no había sido un rapto de locura, sino una manifestación violenta de amor propio para castigarse y fortalecerse, causándose un dolor físico que le evitase terminar hundida en el pozo de desánimo y desgana que sentía abriéndose bajo los pies.

Luchó por curarse, lo consiguió y volvió a reírse y a no vomitar al ver setas, pero no a enamorarse, porque un criminal, un machista, le había matado el amor.

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