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Visiones De Ciudad

A ciento treinta y siete estadios de la costa

De la noche ovetense de los setenta al crecimiento no siempre armónico de la ciudad

Nací en Mieres, trabajo en Gijón y vivo en Oviedo (nunca podré mejorar la escueta referencia biográfica con la que se presenta el diarista Iñaki Uriarte: "nació en Nueva York, es de San Sebastián y vive en Bilbao"). Resido en esta ciudad, que ya tiene poco de levítica, desde hace treinta y cinco años. Para ser más precisos, en Vallobín, no lejos del lugar en el que estuvo instalado -Juan Ambou dixit- el soviet de La Argañosa, que, con el paso del tiempo, se ha convertido en el parque dedicado al más notable de nuestros poetas, el añorado Ángel González. Como también he vivido o pasado temporadas más o menos largas en otras ciudades (así Madrid: pero en una ciudad de ese tamaño uno no vive en la ciudad, sino en un barrio; Argüelles en mi caso), creo haber podido identificar algunos rasgos diferenciales, y característicos, de la idiosincrasia de mis conciudadanos. Por citar tan sólo uno: cuando en Oviedo llueve la gente, en lugar del paraguas, saca el coche, convertido así en un singular artefacto para guarecerse de la lluvia. Y para incrementar más allá de lo aconsejable la intensidad del tráfico rodado, auténtica pesadilla en lugares como Ciudad Naranco en las horas -que son casi todas- de máxima afluencia de vehículos. Por lo demás, hay que decir que se trata de una ciudad de perfil amable, ordenada y -a veces, demasiado- tranquila. Jovellanos dijo que Oviedo era "pequeña, cómoda y graciosa" pero, claro, lo dijo hace unos cientos de años. Y Jovellanos era de Gijón.

Según es fama, Platón, en "Las Leyes", establece que la ciudad ideal ha de estar distante del mar, cuando menos ochenta estadios (medida ática establecida a partir de la longitud del estadio de Olimpia, que alcanzaba los 174,25 metros), "para librarla de los peligros propios de las ciudades marítimas". Según el filósofo ateniense, "la vecindad del mar es cosa dulce para una ciudad (?) pero a la larga se hace realmente amarga", fomentando el afán desmesurado de lucro y facilitando la penetración de ideas disolutas (que son siempre las ajenas, claro). Debieron haber leído a Platón quienes pasan por fundadores de la ciudad, "in locum quod dicunt Oveto" y, con celo extremo, fueron a instalarse, no a ochenta, sino a ciento treinta y pico estadios de la costa.

Del mismo modo que nosotros ya no somos los mismos cuando recordamos, la ciudad inicial que hoy puedo evocar no es, desde luego, la de Máximo y Fromestano, ni la de Fruela I y Alfonso II, pero tiene un vago aire de familia con la actual. Las ciudades se construyen por medio de estratos históricos superpuestos y tienen, por ello, algo de palimpsesto, como explicaba el arquitecto Víctor García Oviedo en una atinada entrevista que publicó este mismo periódico el pasado 16 de diciembre. Comencé a frecuentar Oviedo a finales de los años setenta del siglo pasado, aunque sólo años más tarde acabaría por vivir aquí. Más que frecuentar Oviedo, habría que matizar que no se trataba de la ciudad, sino de la noche ovetense, entonces circunscrita a un puñado de garitos en el Antiguo -Cechini, Casa María, Tigre Juan, El Paraguas y poco más- que en no pocas ocasiones un grupo de irreductibles noctámbulos abandonábamos cuando ya clareaba el día. El más remolón solía ocuparse de apagar las luces en la calle Santa Ana. Aunque los más jóvenes no se lo crean, había un interruptor de la luz allí, frente al Palacio de Velarde -que aún tardaría algunos años el albergar el Museo de Bellas Artes de Asturias-, en la fachada de un edificio próximo ya al tránsito de Santa Bárbara, y que permitía apagar el alumbrado público de Santa Ana y Mon.

Hoy, en el conjunto de la ciudad, hay muchos más bares, pero me parecen menos divertidos, aunque acaso sea únicamente cosa de la edad y en tales lugares continúen ocurriendo, como entonces, cosas sorprentes, insospechadas y divertidas. De hecho, no hace aún muchos meses, acodado en la barra de una conocida sidrería, advertí cómo dos individuos, situados a mi lado, iniciaban una discusión, que no llegó a ser acalorada, sobre predestinación y libre albedrío. Una inesperada prolongación de la vieja controversia entre dominicos y jesuitas, que usualmente se conoce como Polémica de auxiliis, combinada con la ingesta de un buen número de culines de sidra. No creo que haya muchos lugares del mundo en los que pueda darse tal circunstancia.

La ciudad cuenta con una Universidad centenaria, que tuvo una enorme relevancia en el pasado -en toda España se hablaba con respeto admirativo del Grupo de Oviedo: Alas, Altamira, Aramburu, Canella, Posada?- y que ha de seguir siendo uno de sus principales activos. Oviedo tiene un casco histórico de indudable mérito, ajeno aún a la indeseada gentrificación de los cascos de otras ciudades europeas, pero sin dotar de usos alternativos al monocultivo hostelero. Una de las catedrales más hermosas del gótico tardío y un ensanche burgués que no desfiguró el perfil de la ciudad. En las calles de la zona antigua de la ciudad aún late el espíritu de La Regenta, la mejor novela del siglo XIX español, en la que Leopoldo Alas Clarín llevó a cabo la más detallada de las descripciones posibles (morfológica, sociológica e ideológica) de Vetusta, decimonónico trasunto literario de nuestra ciudad. Hay que lamentar, no obstante, que El Fontán ya no sea ya aquel "ruedo de casuchas corcovadas, caducas, seniles" del que habló Ramón Pérez de Ayala, y de que, como ocurriera antes con el palacete de Concha Heres, de él diese buena cuenta la piqueta.

En las últimas tres décadas, Oviedo ha experimentado cambios sustanciales en su fisonomía sin renunciar a su genealogía. Una parte importante del centro, que podría ser más amplia, está felizmente peatonalizada, y ha habido un evidente proceso de renovación del paisaje urbano, aunque en ocasiones lo haya sido para instalar farolas de regusto decimonónico, jardineras con aspecto de bargueño barroco, arbolillos raquíticos y una auténtica legión de esculturas, buena parte de ellas (y no hablo de Eduardo Úrculo, ni de Botero) de dudoso gusto. O de gusto nada dudoso: son tan viejunas que, a su lado, una obra de Sebastián Miranda podría pasar por artefacto de la más rigurosa vanguardia posmoderna. En cuanto a la modernidad arquitectónica, si quieren conocer mi opinión sobre el más notable de los desatinos de los últimos años, no dejen de leer el libro de Llátzer Moix "Queríamos un Calatrava", cuyo contenido suscribo, y cuya portada, por cierto, ilustra el desaforado "calatrava" ovetense.

No hace falta ser un especialista para advertir que la ciudad no ha crecido siempre de forma armónica, y que muchas de las áreas urbanizadas en la periferia lo fueron para convertirse en barrios-dormitorio, con amplios bulevares -como el de La Florida- que parecen destinados únicamente a los automóviles, y no a los ciudadanos. Sin olvidar tareas pendientes, como la de dotar de uso sensato -y no especulativo- la amplísima superficie del antiguo HUCA liberada en El Cristo, o incorporar a la trama urbana, con sentido moderno, los terrenos de la fábrica de La Vega.

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