La democracia da miedo. El debate de investidura, como episodio piloto de la nueva temporada política, muestra las urgencias por inmunizarse, con verbo abrasivo, ante la disparidad, no vaya ser que los inaceptables nos contagien algo si se asume participar en el intercambio de argumentos. Hay un pánico cerval a confrontar en los términos que exige el escenario en el que han sido colocados los diputados por los electores. De entrada, todos salen de las mismas urnas, por lo que el primer gesto democrático es aceptar que todos tienen el mismo derecho a estar donde están, algo no reconocido por la pugnaz deslegitimación con que la derecha, cada vez más gemelar, hasta los indistinguible, intenta enmendar la plana a los votantes.
Más allá de esa elemental lógica democrática hay preguntas a las que el líder de la oposición nunca dará respuesta. ¿Por qué Casado no asumió el sacrificio necesario para evitarnos este tiempo tenebroso en el que, según su propio diagnóstico, nos adentramos? ¿Por qué votar a favor de Sánchez o abstenerse crea afinidades pecaminosas y el PP puede sobrellevar la coincidencia en el "no" con JxCat y la CUP?
La actitud montaraz en la investidura de los populares hace dudar que Casado mantenga su intención de ofrecer a los socialistas los pactos de Estado que anunciaba. Sin apenas capacidad para superar los estrechos límites de esos 167 votos que ayer rompieron el historial de investiduras fallidas de Pedro Sánchez, la legislatura resulta, vista desde el escenario de estos días, muy poco prometedora.
La agonía de la segunda votación es penitencia escasa a la temeridad de Sánchez al llevar al país a una repetición electoral cuyo efecto inmediato fue dejarlo en una posición más débil. El castigo auténtico comienza ahora, con el porfiar apoyos a cada paso para componer una mayoría raquítica en un Congreso de trincheras.
