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La liberación de Auschwitz: "Baila conmigo... hasta que esté a salvo"

Un campo de exterminio prueba de la maldad máxima, incomprensible en un mundo civilizado

El 27 de enero de 1945, las fuerzas soviéticas llegaron al campo de Auschwitz-Birkenau. El oficial ucraniano Anatoly Shapiro recordaba, poco antes de morir en el año 2005, lo que había vivido. Pese al frío extremo "había tal hedor que era imposible estar ahí". "Vimos algunas personas vestidas con harapos. No parecían seres humanos". Nadie les había dicho nada. Y ellos que habían visto y protagonizado tanta crueldad se quedaron petrificados.

En el verano de 2019, la columna interminable de turistas de todas las edades, países, lenguas y condiciones desfilaba silenciosa, siguiendo las indicaciones de los guías del campo, por el interior de los viejos barracones, en tiempos lejanos campamento del ejército polaco, luego infierno de Auschwitz, ahora parte del circuito turístico "maravillas de Polonia", paradoja para algo parecido al descenso a la parte más oscura de la historia reciente de una humanidad más que dudosa merecedora de tal título.

Caía un sol de justicia, pese a algunas densas nubes blancas, aquella mañana de agosto, húmeda y calurosa, y bien temprano el centro de recepción de visitantes estaba repleto de gentes equipadas para ver y retener lo que nunca debió haber existido. Hoy Auschwitz es un Museo, necesario para no olvidar, para no repetir. El campo en el que asesinaron a más de un millón de personas, recibe más de dos millones de visitas anuales. Y a pesar de lo terrible que allí se ve -si uno ve- aún han tenido los responsables que advertir contra las fotos frívolas de quienes no respetan la vida de los muertos. Cierto que son unos pocos descerebrados. La mayoría va silenciosa y con gesto triste por la exposición del horror. No una exposición. Es verlo en su escenario real lo que perturba más el ánimo. La historia es el contexto también, el frío, el calor, el barro, los charcos que dejó la lluvia, las alambradas, las casetas de vigilancia, los edificios de ladrillo -los buenos- y los "establos" improvisados de la ampliación de Birkenau, a pocos minutos, donde llegaban los vagones de trenes -que hoy no podrían transportar animales- con seres humanos destinados a morir. "El campo de concentración es una gran máquina para convertirnos en animales [solo cabe]? la facultad de negar nuestro consentimiento".

Traspasada la verja bajo el letrero macabro "Arbeit macht frei" ("El trabajo hace libres") se abren las hileras de los barracones militares antiguos, separados por alambradas y torres de vigilancia que usaron los guardianes o los primeros presos y que hoy albergan una mínima expresión de la muestra real del horror. La fila interminable de turistas desfila ante miles de fotografías de seres humanos que apenas recuerdan hombres, mujeres, jóvenes o viejos, rapados, maltratados, harapientos. Luego la visión se detiene en cristaleras tras las que se almacenas cientos de maletas, cestos, atadillos, algunos con direcciones escritas a tiza, como esperando ser recuperadas para volver a casa; tras otra se apiñan miles de zapatos que algún día pasearon, bailaron y caminaron; otro parece un depósito de prótesis de manos, pies, cadera, sillitas de niños. Hay lugares donde se exponen vestimentas religiosas, kipás o talits; o ropa infantil. Sobrecoge la "exposición de cabellos", trenzas de todas longitudes, cenicientas, descoloridas; y cientos de botes vacíos de "ziklon b". Uno de los almacenes ha servido para copiar en paredes blanqueadas los dibujos que los niños hacían en su cautiverio: la llegada del tren a Birkenau, los soldados, los perros, las alambradas. Tan triste era que ya ni los dos hornos que quedan sin destruir (porque quisieron borrar las huellas de sus crímenes) impresionan. Todo les era arrebatado. Hasta el nombre que sustituían por un número grabado en el brazo que debían enseñar siempre? "entonces nos damos cuenta de que nuestra lengua no tiene palabras para expresar esta ofensa, la destrucción de un hombre. En un instante, con intuición casi profética, se nos ha revelado la realidad: hemos llegado al fondo. Más bajo no puede llegarse: una condición humana más miserable no existe, y no puede imaginarse. No tenemos nada nuestro: nos han quitado las ropas, los zapatos, hasta los cabellos". Cuando las puertas del tren, en cualquier parte del que partiera, se cerraban y anunciaba Auschwitz se recibía con alivio: iban a algún sitio. Pero una vez allí cambiaba. Había tres categorías: los criminales, los políticos y los judíos. Iban a rayas, eran Häftlinge (prisioneros), pero los criminales llevaban un triángulo verde; los políticos un triángulo rojo; los judíos, la mayoría, llevan la estrella hebraica, roja y amarilla. "Hay SS, pero pocos y fuera del campo, y se ven relativamente poco: nuestros verdaderos dueños son los triángulos verdes, que tienen plena potestad sobre nosotros, y además aquellos de las otras categorías que se presentan a secundarles: y que no son pocos". Hay que vivir.

La máquina de matar ideada para romper cualquier disidencia y, sobre todo, la perversión que dirige hacia un grupo, los judíos, toda la inquina posible fue un hecho histórico incomprensible en un mundo ya "civilizado". ¿Cómo fueron posibles "Los verdugos voluntarios de Hitler"? Auschwitz es la prueba de la maldad máxima. Pero no fue el primero. En 1933 se abrió el primer campo de concentración en Dachau (Alemania), donde recluyeron presos políticos, delincuentes, los catalogados como "antisociales", además de gente rebelde y judíos. La conversión de campo de concentración en campo de exterminio fue un cambio cualitativo, además de cuantitativo "con equipos especialmente diseñados para asesinar en forma sistemática. Existieron seis campos de esta clase: Auschwitz-Birkenau, Belzec, Chelmno, Majdanek, Sobibor, Treblinka. Todos estaban ubicados en Polonia". Estos infiernos formaron parte de la "Solución Final" ("Endlosung"), el plan concebido para asesinar a los judíos de Europa, un término utilizado en la diabólica Conferencia de Wannsee (Berlín, 1942).

Apenas unos 68 kilómetros separan la sureña Cracovia -la ciudad patrimonio de la humanidad, una de las más antiguas, pobladas, bellas, admiradas y visitadas de Polonia, amada de Juan Pablo II- de la pequeña villa de Oswiecim, la Auschwitz nazi. La ocupación relámpago de Polonia, que dio origen a la Segunda Guerra Mundial, en septiembre de 1939, y sumiría al mundo en un delirio destructor, tuvo su macabro remate aniquilador aquí.

Dejando por una vez fuera las cifras escalofriantes de seres destruidos, dejando las atrocidades cometidas y la crueldad extrema, quedémonos con dos testimonios distintos. El gran músico que fue Leonard Cohen (1934-2016), judío en su Canadá salvadora, allí donde los condenados de los campos quería ir, a Kanadá, como llamaban al lugar donde guardaban sus pertenencias. A veces los guardianes obligaban a los presos a organizar una orquesta que tocaba acompañando a los destinados a la muerte. "Dance me to the end of love" ("Baila conmigo hasta el fin del amor") es eso.

El aclamado escritor Primo Levi (Turín, 1919-1987) superviviente temporal del averno aquel que le llevó al suicidio sentenciaba "en efecto, un país se considera tanto más desarrollado cuanto más sabias y eficientes son las leyes que impiden al miserable ser demasiado miserable y al poderoso ser demasiado poderoso". Que nunca más el miserable vuelva a ser poderoso.

[Primo Levi. "Si esto es un hombre". Península, 2014; Daniel Jonah Goldhagen. "Los verdugos voluntarios de Hitler". Taurus, 1997]

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