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Un instante raro en este verano

La pandemia como castigo de pecados inconfesables

La prohibición de fumar por la calle manteniendo una distancia prudencial pondría a la actriz Sara Montiel de mal humor cuando ella, boquilla en mano, cantaba aquello de "fumando espero al hombre que más quiero". Ahora, las esperas son mascarilla en mano, en codo o en barbilla. Y medio camuflados, gafas oscuras y gorra visera. ¿Eres tú? Claro que soy yo. Y así andamos. Si decimos que este es un verano extraño (la gran poeta cubana, Fina García-Marruz, le llamaría "El instante raro", (Pretextos 2010), su antología poética). Un instante raro que se alarga y se complica. Desde algún rincón de nuestros genes de más de quinientos años, cuando se descubrió América, diríamos que esta pandemia es una plaga como las de Egipto. Una pandemia que convertiríamos en condena por algún pecado inconfesable. En Latinoamérica son muy dados a invocar a las deidades como herencia religiosa del descubrimiento cuando vienen mal dadas o para que no vengan.

Aquí estamos dándole vueltas al origen, a la solución, a las sospechas, a las vacunas y con todo ello estamos, están haciendo un racimo de prohibiciones que, burla burlando, como diría el soneto de Lope de Vega, se está aproximando mucho a una dictadura con vaselina. Pasó aquella primavera de encierro. Llegó un verano halagüeño. Y se están alterando los datos de manera más o menos alarmante, según los epidemiólogos. Pero el verano es vida, alegría, diversión, y parece que al virus eso le enfurece y pone zancadillas sin parar a unos y otros. Las playas rebosan de gente en cuadrículas salvadoras, eso dicen. Las mamás dejan a sus pequeños haciendo cursos de surf, igual que antes iban a los campamentos. Los monitores aderezan los movimientos con gesticulación y apremio, y para que no se pierda ninguno, los anclan por el tobillo a una tabla que flota (reconozco que no soy experto en esto) de ese modo ningún chavalito se puede mover de donde está sin que el monitor se dé cuenta, y así el papá se queda satisfecho fumando a más de dos metros del vecino. Me recuerda a las gallinas de las aldeas, libres picoteando los gusanos, a las que sus dueños ataban una zapatilla a una pata para que no salieran volando allende otras fincas.

Porque la playa de San Lorenzo en Gijón da para mucho. Emplea a serenos en las escaleras de acceso para impedir aglomeraciones con una lógica (que no es de ellos) llamativa y variopinta. De quince escaleras hay varias cerradas y otras son de entrada o de salida exclusivamente. La intención del funcionariado es que la gente no se toque. Digo, sin afán de enmendar decisiones superiores: si tengo mil personas en un recinto y hay cien salidas, teóricamente, salen o entran diez por cada una, y ni se ven. Si tengo esas mil personas, pero reduzco los accesos a diez, quiere decir que esos mil tendrán que entrar o salir, teóricamente, cien por cada puerta. Imposible no rozarse. Al revés de lo que están haciendo en la playa citada. Hay quince escaleras, si entran por la derecha y salen por la izquierda, ni se saludan. Pero si les cierran la mitad, aparte del despiste que ocasiona, y que la gente tiene que pasar delante de tres o cuatro accesos sin poder entrar en la playa, se forma el lío. Y gracias a los sufridos serenos que las organizan, que explican y se desesperan ante semejante ocurrencia, amén del salario que llevan a sus casas, ante el turisteo que anda desorientado, la señora que no camina mucho, y quiere bajar desde la escalera más próxima a su vivienda, o el varón que urge acompañamiento para desplazarse y tiene a la familia frente a él y se ve obligado a recorrer metros y metros para entrar en al arenal y luego caminar hasta donde le convenga. Y no me digan ahora con que "no se nos ocurrió", porque es elemental. Porque hasta los de Oviedo, veraneantes asiduos en Gijón de toda la vida, andan revueltos y protestones, que ya ni citan aquello de Oviedo tiene playa a treinta kilómetros.

Bien es cierto que este instante raro del verano de 2020 nos hace balbucear entorpecidos por las telas nasobucales, no hay acercamiento ni para el sexo doméstico, el castigo divino siempre va por el mismo lado, a la vez, nos tiene en vilo en cada informativo con noticias alarmantes, contagios inexplicables, hospitales a la expectativa, aplazamientos una y otra vez de citas concertadas, y una incertidumbre que nos va acercando hacia el otoño con dos causas de diferente índole: los foráneos irán a sus domicilios aligerando los espacios, y las gripes de siempre querrán tomar el protagonismo que el virus maligno les está quitando.

Que el instante es raro no hay quien lo discuta. Así pasó cuando lo del sida, que nos puso a todos contra la pared, brazos en cruz y un libro en cada mano. Un castigo divino más, se pensaba entonces, porque los castigos de arriba siempre amenazan a los orificios variados de la especie. A pesar del "creced y multiplicaos". Una fijación ya de cuando Eva en la pomarada. Ahora estamos en la distancia, en el separatismo individual, en el instante tan raro que ni se puede besar a la familia. ¿Vamos a acabar siendo nosotros los raros en vez del instante? Muy posible.

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