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De nuevo sobre la oficialidad del asturiano

En contra de obligar por ley a emplear la lengua asturiana

Los asturianistas han echado cuentas: por una vez hay un resquicio de oportunidad parlamentaria para respaldar la oficialidad. De ahí la urgencia: no hay que dejar pasar la ocasión.

Y la movilización ha sido inmediata. Esos diputados deben sentir que tendrían el respaldo unánime del pueblo si dieran el paso. Como siempre, quien apoya el asturiano es progresista, y quien se opone es retrógrado; los que están a favor hablan bien alto y claro, y quienes están en contra callan, para no meterse en líos. Con lo que parece que todos piensan igual. Yo no creo que sea así.

Veamos: según el argumentario asturianista, sus demandas son un derecho inalienable, y además requisitos para preservar un patrimonio cultural amenazado.

Sobre el derecho a usar el asturiano, nadie lo cuestiona. A nadie se le impide usar hoy ese código normalizado por la Academia de la Llingua, y no deberían quejarse sus defensores de falta de subvenciones para la creación y la comunicación, tanto artística como cotidiana. Pero ellos no exigen algo que ya tienen. La oficialidad del asturiano no es garantizar su derecho a usarlo, sino poder obligarme a mí a emplearlo. No nos engañemos sobre esto. Si un estudiante tiene derecho legal a redactar un examen en asturiano, automáticamente queda obligado su profesor a leer en asturiano para evaluarlo. Y lo mismo ocurre al elaborar un documento administrativo, al actuar ante la justicia o al relacionarse con la salud pública. Es lo que tienen las lenguas, qué se le va a hacer. El derecho de unos pocos se convierte en una obligación para todos. Esta obviedad ha sido escondida del debate durante años, pero últimamente mueve a nerviosismo a sus defensores, quienes prometen que la oficialidad en Asturias será “amable”, “no impositiva”, y otros excipientes semejantes. Lo dice el refrán: “quien se excusa, se acusa”. No hay oficialidad amable, porque esta consiste precisamente en tener poder legal para imponer. ¿No hemos aprendido nada?

Otro concepto eficaz es el de “patrimonio”. Tras etiquetar el asturiano con calificativo tan prestigioso, se convierte en algo intocable, y para muchos no hay que reflexionar: cualquier crítica sobra. En efecto, es un logro de la civilización proteger aquello que el pasado ha legado. Pero preservar esa herencia no significa convertirla en pauta para el futuro. Una sociedad culta valora y conserva sin escatimar esfuerzos su patrimonio artístico, pero nadie espera que los nuevos pintores imiten a Velázquez. Quienes aman la música se alegran de ver repletas las salas de conciertos, pero solo de quienes deseen ir. ¿Cómo se puede usar el concepto de patrimonio para justificar que una lengua sea socialmente obligatoria? La trampa está en que las lenguas no son un patrimonio sin más. Sonroja recordarlo, pero las lenguas sirven para comunicarse, son como mínimo cosa de dos, y de cuantos más mejor. No basta el voluntarismo de unos pocos para que pervivan, deben ser la genuina elección de los hablantes. Y la mejor prueba de que la sociedad asturiana no practica mayoritariamente esa libre elección es la obstinación en usar la ley para inducirla.

El oficialismo oscila entre dos polos contradictorios: para justificar el cambio legal, una misma persona afirma que el asturiano es una lengua amenazada, con número de hablantes decreciente –por lo que necesitaría protección–, y unos minutos más tarde sostiene que el asturiano lo habla (o lo entiende) un 80% de la población –por lo que merece el mismo estatus del castellano–. Pero ambas caras de esta bipolar alternancia son inexactas.

En Asturias nunca hubo un asturiano unificado ni general. Tras dos siglos de existencia, el reino de Asturias se desplazó a León a inicios del siglo X. Y el leonés, romance hablado en este reino medieval, fue orillado por el ascenso sociopolítico del castellano, que comenzó a estandarizarse como lengua general hispánica en el siglo XIII. La Academia de la Llingua Asturiana, con nuestro sustento (que jamás agradecerá), ha hecho en las últimas décadas lo que piensan que hubiera sucedido en esos diez siglos, y ha creado una versión de la lengua con la que muy pocos se reconocen, y menos los hablantes de las muchas variantes reales que han pervivido. Por eso necesitan las instituciones para lograr, desde la escuela y la imposición, lo que la realidad les niega.

No creo que lo consigan, pero el experimento dañará a los más débiles. Los padres que puedan escogerán una escolarización que soslaye esta aventura, y se verán forzados a ella quienes solo puedan acceder a la escuela pública, la que debería ser referencia emancipadora para todos. Y no barrunto nada bueno para una sociedad en que a funcionarios, médicos, profesores o jueces se les valore, al principio, y exija, después (así funciona), un certificado de asturiano para ejercer.

La opción que tienen ahora nuestros representantes políticos es clara: en Asturias existe un código, la lengua española, que todos compartimos ya, y no solo entre nosotros, sino con una veintena larga de naciones más. Y hay otro código, artificialmente creado para estandarizar las decenas de variantes del asturiano, que nunca ha sido ni es de alcance general. Mantener el castellano como la lengua de todos nos une, entre nosotros y con los demás. Convertir el asturiano en lengua oficial nos separa y nos aísla, entre nosotros y de los demás, y abre el paso a una sociedad cerrada y políticamente fiscalizable en todos sus niveles de actuación.

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