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Jorge J. Fernández Sangrador

El desierto

Un lugar de inspiración para el hombre marcado por la sencillez, la calma, el silencio y la libertad

El desierto

“Comprender el desierto es comprender el mar” es el título del libro del periodista madrileño Francisco Javier Expósito Lorenzo, que la editorial La Huerta Grande acaba de sacar a la luz.

En él, el autor da cuenta de lo vivido en carne propia durante una estancia en el Sahara hace año y pico. Allí gustó, entre los bereberes, de las delicias del desierto: la sencillez, la libertad, la calma y la espiritualidad.

Dice el autor que “donde hay un desierto siempre ha habido un mar”. Es lo que sostienen los científicos, basándose en el estudio de los restos fósiles. De modo que, en tiempos remotísimos, especies marinas habrían poblado, sumergidas, aquellos inmensos espacios hoy secos y desolados.

No es el desierto, sin embargo, un lugar en el que no haya nada. Oasis, palmeras, acacias, acuíferos, jaimas y abrigos en la roca forman parte del paisaje, que, aun asemejándose al de la Luna, condesciende ofreciendo algunos espacios habitables.

E incluso en aquel silencio, diríase que absoluto, se escuchan aullidos, advierte Moisés en el libro bíblico del Deuteronomio. Así que, en la estepa hay, pues, noticias del océano; en la soledad, de la humanidad; en el alma, de Dios.

Tal vez sea eso lo que pretenden decir los tuaregs con un proverbio que se transmite entre ellos de generación en generación y en el que se muestra cuál es la verdadera naturaleza del desierto, gran seductor de espíritus atormentados en búsqueda de una paz imperecedera:

“Dios ha creado un país lleno de agua, para que los hombres puedan vivir, y un país sin agua, para que los hombres tengan sed; y ha creado el desierto: un país con y sin agua, para que los hombres encuentren su alma”.

Y para orientarse en el desierto anímico, Dios le regaló una brújula al pueblo de Israel: la “tôrah”, término hebreo que solemos traducir por “ley”, refiriéndonos a la de Moisés, aunque su primer y genuino significado es “indicar con el dedo” o “mostrar una dirección”.

Luego, adquirió la connotación de “instrucción”, “enseñanza” o “guía”. Es la que se contiene en el conjunto de libros que componen el Pentateuco: Génesis, Éxodo, Levítico, Números y Deuteronomio, a los que el judaísmo venera con particular predilección y custodia, escritos sobre un solo rollo de pergamino, en el interior del tabernáculo que preside la sala principal de cada sinagoga.

Y ahora que comienza la Cuaresma, tiempo en el que se conmemora la estancia de Jesús en el desierto, y dado que habremos de pasarla confinados o casi, puede ser ésta una magnífica ocasión para leer los cinco libros de la Ley de Moisés, el Pentateuco, y peregrinar, bajo su guía, desde el caos y confusión de nuestros sinsentidos y tristezas, hacia esa tierra de promisión que es el gozo de hallar nuestra propia alma, recorriendo, como reza el título de la obra de Doris Lessing, cada cual su particular desierto: “Each His Own Wilderness”.

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