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Lo que hay que oír

Francisco García Pérez

Mozalbetes contra viejunos

La lucha de edades

Ay, cuánto ocio hay por ahí. Resucita la cansina falacia de que todo lo joven es bueno y todo lo viejo, malo. Propongo una definición para la palabra “viejo”: dícese de quien quiere congraciarse con los chavales a toda costa. Sergio del Molino (nacido en 1979) me deja turulato: “A un viejo como yo le da lo mismo un año perdido. A los diecisiete, perder un año es una tragedia”. Si va en serio, desvaría. Si va en broma, también.

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Propongo una definición actual para la palabra “joven”: dícese de quien menosprecia a toda costa cualquier idea o acto de los mayores. Qué asco lo analógico, dice quien se tiene por joven. Qué delicia lo digital, dice el viejo. Leo a Ricardo de Querol (nacido en 1968): “Perder un par de años enjaulado en casa duele más a los 16, 18 o 20 años, la edad de socializar todo lo que se pueda”. Y eso ¿cómo se mide? ¿Hay dolorómetros? Si los habría, yo los comprara, escribo con sintaxis vasca para reír y no encabronarme.

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Una tarde en casa del enorme Fernando Fernán Gómez: “Dicen los socialistas que hubo lucha de clases. De acuerdo. Entonces, ¿qué nos cuesta reconocer que ahora estamos en plena lucha de edades?”.

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Enciende algo la luz sobre esta movida de joven frente a viejo el crítico y editor y columnista Ignacio Echevarría (1960). Protesta por lo impreciso de la etiqueta “boomer”: nacido durante las décadas inmediatamente posteriores a la Segunda Guerra Mundial. El “OK boomer” es la frase que te solmena un joven o un milenial para quitarte de en medio. Cabe traducirla por “Vale, tío” o, mejor, “Lo que usted diga, señor”. Y se pregunta Echevarría –por referirse a España– si era lo mismo tener diez años arriba o abajo cuando mayo del 68, cuando murió Franco o cuando Felipe González llegó al poder. ¿“Boomers” todos? Ahí lo deja, aun a sabiendas de que siempre es inútil esperar distingos precisos en los más jóvenes. Para ellos, “somos todos iguales, como los chinos, qué importa que sean japoneses o coreanos”.

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Gustavo Bueno Martínez nos enseñaba en la Facultad, en 1.º de carrera: “La mente del joven es muy vieja, pues se nutre de ideas ajenas, manidas: aún no ha aprendido a elaborar las propias. Por eso la mente del viejo es muy joven”.

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No generalicemos: jóvenes, viejos. Falacias imprecisas. Tampoco comparemos. Decía Gracián: “No se ha de obrar por exemplo, por faltar siempre alguna de las circunstancias”. En realidad, “todos los hombres son excepciones a una regla que no existe”, dijo Fernando Pessoa, luego digo amén.

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Mi amigo invisible reflexiona sobre un asunto muy actual: ¿Qué pensar de quien pontifica sobre aquello que ni siquiera sabe pronunciar? Por ejemplo: La aspirrana es malísima, no la tomes jamás. Y tú: Querrás decir aspirina. Sí, eso, la aspirtina: es pésima, mortal. Y vuelves: Pero no existen aspirranas ni aspirtinas: son aspirinas. Y acaba: Peligrosísimas, te lo digo yo que sé de lo que hablo. Pues solo cabría pensar que ha leído mal, retenido poco y comprendido nada. Oigo a Victoria Abril (1959): “Estoy harta de las mascarillas porque están llenas de formaleíd [o algo así pronunció] y de tuoleno, dos seguros cancerígenos”. Pues bien: no existen ni el uno ni el otro. No es que se le trabucara la lengua, no. Lo repitió igual al momento. Quizá se refiriese al formaldehído (un carbonilo, de fórmula molecular H2CO) y al tolueno (un derivado del benceno, con fórmula C7H8). Yo soy portavoz solo de mí mismo: por eso yerro sin graves consecuencias. Pero cuando una se arroga ser la adalid del negacionismo patrio, conviene informarse a fondo y dejar en paz aspirrinas, aspirtinas, formaleídos, tuolenos y demás trolas. Bastante tenemos ya con lo de cada uno.

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No me olvido del palíndromo. Hoy tocan veintiuna letras: A la luna, luz azul anúlala. De nada.

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