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Martín Caicoya

Ser los otros

La situación de los esclavos negros a lo largo de la historia y sus derechos no reconocidos

Los jesuitas norteamericanos acaban de crear una fundación para reparar el daño infligido a los esclavos que poseían. Los necesitaban para trabajar en sus plantaciones. Entre otras cosas, porque habían fundado la ahora prestigiosa Universidad de Georgetown, donde estudió el Rey Felipe VI. Con las ganancias de la venta de azúcar nutrían esta institución, cuyos objetivos eran trasmitir los valores del catolicismo y de la propia Compañía. La vocación docente de los jesuitas se había manifestado en Hispanoamérica, donde habían fundado universidades. En la de Córdoba se formaban los jesuitas que iban a regir las misiones, ese maravilloso proyecto que intentaba, además de cristianizar, elevar la capacidad de los indios para sobrevivir en un mundo cambiante. Aquellos indios tenían alma y dignidad, dueños de sí mismos tanto como en ese momento se podía ser. Pero no los africanos, quienes como animales de carga trabajaban en las plantaciones. También tenían alma, por eso los catequizaban, pero habitaban en un cuerpo equivocado, supongo.

Todos los hombres fueron creados iguales, dice la Constitución americana, la primera de la Edad Moderna, hecha a imitación de las que constituían las ciudades estado griegas. También en ellas los ciudadanos eran iguales en derechos, pero no todos eran ciudadanos. Como en la naciente Norteamérica, donde no todos los homo sapiens eran hombres o mujeres. No lo eran los que habían venido de África ni tampoco los aborígenes. Solo los descendientes de europeos, sin mezcla. Una gota de sangre africana bastaba para que ese ser ya no fuera homo sapiens. Está claro que los jesuitas no tenían problemas de conciencia por comprar, vender, castigar, obligar a aparear a esos seres humanos que no eran hombres, aunque tenían alma.

La Revolución francesa apenas tuvo repercusión en España. Asturias a punto estuvo de beneficiarse del temor a la contaminación revolucionaria. El Gobierno había decidido llevar la fábrica de armas a un lugar seguro. Se eligió un valle estrecho en el que desembocan el Nalón, el Trubia y el Nora. En barcazas se trasladaría el carbón desde las cuencas y allí se fabricaría el coque con que se alimentarían los altos hornos. No se dieron cuenta de que si bajar es duro, subir resulta imposible. Hubo que esperar al ferrocarril para que se verificara ese proyecto.

Mientras, en Francia, Napoleón se hizo con el poder encarnando algunas ideas de la Revolución envueltas en el orden y el poder. En Europa se miraba con esperanza ese cambio que dejaba atrás el modelo jacobino pero abría las puertas a la Ilustración. Napoleón era aclamado por los liberales, entre los que estaban Goethe y Hegel, a pesar de su insaciable ansia de poder. No importaba: sus ejércitos derrotaban a los del Antiguo Régimen, arbitrario, despótico, irracional, represor. Esperaban que esa fuerza destructora obligara a los príncipes de los estados alemanes a dotarlos de una Constitución, un conjunto de leyes que aseguraran la libertad, la igualdad y la fraternidad.

Libertad, igualdad y fraternidad. Ya lo dijeron los cerdos que dirigieron y dominaron la revolución en la granja: todos los animales somos iguales, pero algunos lo somos más que otros. Napoleón, que invadía los países dominados por el Antiguo Régimen, guiado por el deseo de liberarlos pero también, o más, por el de dominio y el deseo de crear un imperio, establecía leyes igualitarias, pero solo entre los que él consideraba con derecho a ser iguales. Hace ahora 200 años que murió. A él se debe la creación del Banco de Francia, del moderno sistema de educación y el famoso Código Napoleónico, que pulverizaba el anquilosado e injusto borbónico. Y la restitución de la esclavitud que había abolido la revolución. Pensaba que las colonias “caerían en manos de los negros”. La reinstitución de la esclavitud no se hubiera podido hacer sin la aquiescencia del ejército, de los legisladores y del pueblo en general. Francia proclamaba la libertad, la igualdad y la fraternidad, pero solo entre sus ciudadanos. Los negros no lo eran.

Thomas Jefferson, autor seminal de la Declaración de Independencia, poseía 500 esclavos. Se cree que desde la muerte de su mujer convivió maritalmente con la hija de una esclava, medio hermana de su esposa. A pesar de eso, pensaba que eran incapaces de hacer planes, que carecían de inteligencia, ternura, compasión, imaginación o belleza. Aunque creados por Dios, escribe que “son inferiores a los blancos” y continúa diciendo que “diferentes especies del mismo genero o variedades de la misma especie pueden tener diferentes cualificaciones”. Una inteligente y sólida construcción mental para justificar el esclavismo. Las razones para negar esa idea son de sobra conocidas, pero no basta para deshacerla, como bien se demuestra en la práctica. Todos somos racistas: hay una tendencia innata a rechazar lo diferente. Lo difícil es reconocerlo y combatirlo. Creo que la ficción es un instrumento eficaz. En novelas como “Beloved”, de Toni Morrison, podemos vivir con intensidad el sufrimiento de los esclavos. Allí los personajes tienen todas las características de los seres humanos que Jefferson les negaba. Y aprendemos a ver por sus ojos, a ser ellos.

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