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Inmaculada González-Carbajal García

Humildad: ¿una palabra moribunda?

Una cualidad digna de destacar en una persona

Llevo un tiempo pensando en algunas palabras que formaron parte de mi universo educativo; palabras cuyo significado podemos tardar años en comprender, pero que aparecieron en esa etapa de la vida en la que construimos nuestro esquema de valores internos; conceptos que nuestros mayores, por múltiples vías, nos trataban de inculcar a modo de guía o como una especie de código ético para andar por la vida. A veces, he pensado escribir sobre cada una de ellas, y cuando me pongo a esbozar la lista, me doy cuenta de que son unas cuantas, lo que me provoca una cierta desazón.

Hace unos días, una amiga me hablaba de un compañero de trabajo y lo definía como una persona inteligente, responsable, con capacidad para escuchar y aprender de los que tenían más experiencia que él, y sobre todo, muy humilde. Cuando escuché esta última palabra, me di cuenta de que hoy en día es muy raro que se hable de la humildad como una cualidad digna de destacar en alguien. No es habitual que se incentive su práctica y no es un referente del que se hable a los niños como útil herramienta para el proceloso camino de la vida. En el mundo que fomentamos en las últimas décadas, más bien lo que se estimula es ser el mejor, estar por encima de los otros, creerse un ser especial, buscar que todos te admiren por algo… y para ello, aceptar lo que sea, aunque no hagas nada realmente útil; practicar una supuesta autoestima que te haga pisar fuerte y, sobre todo, no reconocer los límites ni las debilidades, porque has de creer que puedes conseguir todo lo que te propongas.

De manera muy general, se confunde la valoración de lo positivo con un elogio desmedido de cualquier cosa que pueda hacer un niño; de este modo, no se percibe el aprendizaje como un proceso continuo ni se genera la necesidad de aprender de los errores, porque éstos no se reconocen como tal. Hay también una intención de evitar la frustración, porque se considera dolorosa y traumatizante, cuando es una oportunidad valiosa para aceptarse a sí mismo, para aprender y para alimentar una verdadera autoconfianza. Por último, no se estimula la práctica de la humildad, como una actitud que permite el justo reconocimiento de las capacidades y también de los límites, herramienta imprescindible para la vida. Con todo ello, estamos creando una sociedad narcisista y egoísta, en la que tampoco hay una conciencia clara de que nuestros actos tienen consecuencias y, a veces, éstas son nefastas para otros; lo importante es nuestra libertad, aunque ésta avasalle a terceros. Así que, ¿dónde quedó aquello de “tu libertad acaba donde empieza la del otro”? Además, se nos dice de múltiples formas que tenemos “derecho” a perseguir nuestros sueños, aunque éstos estén fuera de la realidad, condicionada por nuestros límites.

En este universo de desmadre en el que estamos inmersos, se entiende que haya palabras que parecen estar en un mal estado de salud por su escaso uso, ya que la pérdida de moderación y la ausencia de objetivos son síntomas de la carencia de algunas de ellas en el vocabulario habitual. Una de ellas es la humildad, actitud que nos ancla a la realidad y nos hace pisar tierra, porque es un reconocimiento de las habilidades, pero también de los límites, de modo que la persona humilde reconoce sus errores y tiene la capacidad de aprender de ellos, a la vez que no necesita pavonearse de sus éxitos ni de mostrar todo lo que sabe, ya que su perspectiva le permite reconocer la dignidad de todo ser humano y, desde ahí, no tiene la sensación de estar por debajo ni por encima de nadie.

La humildad proporciona un alto grado de libertad, porque hace que la persona no sea esclava de la necesidad de recibir el halago y la aprobación ajena; por tanto, la libera del encadenamiento al juicio de los otros y la conecta con la satisfacción de hacer las cosas bien y decidir en función de lo justo o apropiado, sin preocuparse de la imagen o del qué dirán. La humildad es fuente de serenidad y de paz interior, porque contrarresta la ansiedad que provoca el ego. Así que ser humilde sería un buen sustituto de algunos fármacos.

En estos tiempos henchidos de ego, no estaría mal hablar de la humildad, y para ello quizás sea bueno recordar lo que Cervantes nos dice sobre ella en “El coloquio de los perros”, en boca de Berganza: “La humildad es la base y fundamento de todas las virtudes y sin ella, no hay alguna que lo sea. Ella allana inconvenientes, vence dificultades y es un medio que a gloriosos fines nos conduce; de los enemigos hace amigos, templa la cólera de los airados y menoscaba la arrogancia de los soberbios; es madre de la modestia y hermana de la templanza”. Y ahora que lo pienso: me parece que en este párrafo hay también otras palabras que no gozan de buen estado de salud.

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