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Jorge J. Fernández Sangrador

Nuragas

Un monumento megalítco que tuvo usos religiosos

La Conferencia Episcopal sarda se ha adherido a la solicitud que las autoridades regionales y diversos entes administrativos y culturales de Cerdeña han cursado ante la Unesco para que los nuragas sean reconocidos como «patrimonio identitario de valor universal”. Debe de haber unos siete mil.

El complejo arqueológico de Su Nuraxi, en Barumini, habitado desde el tercer milenio hasta el siglo III antes de Cristo, había sido declarado ya, en 1997, “Patrimonio de la Humanidad”. Ahora lo que se pide es que sea la totalidad de la civilización nurágica de Cerdeña la que entre en la lista.

Los nuragas, torres megalíticas circulares con forma de cono truncado, han tenido diversos usos. También el religioso. E incluso cristiano, como atestigua el hecho de que algunos lleven nombres de santos. Así, el santuario nurágico de Santa Anastasia, en Sardara, consistente en un pozo sagrado, sobre el que se levantó una iglesia.

Estas construcciones, sólidas, abrazantes, silenciosas, telúricas, seguras, son, en virtud del haz luminoso que se derrama en su interior a través del tragaluz de la falsa bóveda, un espacio en el que se unen cielo y tierra, interioridad y exterioridad, oscuridad y claridad, bajura y altura, humanidad y divinidad.

La capilla campestre Bruder Klaus, de Peter Zumthor, en Mechernich-Wachendorf, Alemania, persigue, con otro estilo, efectos semejantes. Impenetrable como una torre medieval, aunque iluminada interiormente por la luz solar, que se adentra en la profundidad de ese gran cerne arbóreo a través del estrecho ojo abierto en la cubierta, por el cual penetra la lluvia, como en el Panteón de Roma, es un microcosmos comunicado con el sobrenatural, que desciende hasta la rugosidad de la tierra, embelleciéndola con su luminosidad.

Son espacios sagrados que, como alguien dijo acerca de los nuragas, enseñan a «caminar sobre la tierra, mirando hacia el cielo». Y era eso también lo que, en el siglo IV, en el monte de los Olivos, en Jerusalén, experimentaban los peregrinos que visitaban el santuario de la Ascensión de Jesús.

Allí, dentro del perímetro del “Imbomon”, un templete con pórticos y sin techumbre, podía verse el cielo, al que, cuarenta días después de su resurrección, había subido el Salvador del mundo precisamente desde aquel sitio.

Hoy, la “aedicula” existente, aunque con bóveda cerrada y arcos ciegos, nos da cierta idea de cómo era el lugar en el período bizantino. En ese santuario, que es, en la actualidad, propiedad de musulmanes, se reúnen, engalanándolo para la ocasión con colgaduras y tiendas de campaña, en la noche de la vigilia y en la mañana de la fiesta anual de la Ascensión, los franciscanos y los cristianos de Tierra Santa, para orar y celebrar la Eucaristía, memorial de la pasión, muerte, resurrección e ida al cielo de Jesucristo, quien anunció que vendría de nuevo a nuestro encuentro, y esa segunda vez en gloria, al final de los tiempos.

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