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Fernando Granda

El veneno de la colza: décadas de sufrimiento

Cuarenta años de un delito contra la salud pública que causó tres mil muertes en España

El envenenamiento produjo unas tres mil muertes y más de veinte mil afectados. Han pasado cuarenta años y las víctimas siguen sufriendo graves secuelas. Las recientes promociones de los profesionales de la medicina desconocen la enfermedad porque no figura en los manuales ni en los vademécum que usan los sanitarios para consultar sobre la composición e indicación de medicamentos. No fue una epidemia, fue consecuencia de la venta fraudulenta de un falso aceite de oliva, la estafa del aceite de colza desnaturalizado que propagó la muerte por el centro peninsular, con epicentro en Madrid.

Aquellos meses de la primavera y el verano de 1981 la gran catástrofe sanitaria trajo de cabeza a los principales centros hospitalarios de la provincia de Madrid y de varias de Castilla la Nueva y la Vieja (aún no se había comunidades autónomas). El Gobierno de Leopoldo Calvo Sotelo llevaba solo dos meses establecido tras el frustrado golpe de Estado urdido por los generales Jaime Miláns del Bosch y Alfonso Armada y el teniente coronel de la Guardia Civil Antonio Tejero como cabecillas del levantamiento. España todavía, aún traumatizada, no había salido de la “Transición”.

Digo que no fue una epidemia porque no fue una enfermedad, como señala la Academia (“enfermedad que se propaga durante algún tiempo por un país, acometiendo simultáneamente a gran número de personas”). El desconcierto sobrevino a las autoridades sanitarias nacionales durante varias semanas mientras seguía muriendo gente. Lo que empezó suponiéndose una legionella (causada por bacterias del género legionella, que se difunde especialmente por el agua y por el uso de nebulizadores), pasó luego a conocerse como una “neumonía atípica” tras los primeros análisis de su brote. Se reflejaba en las vías respiratorias y algunos órganos del sistema digestivo y se iba extendiendo por diferentes partes del cuerpo. Cuarenta años después, muchos afectados mantienen una apariencia física que recuerda a supervivientes de los campos de concentración.

Tantos años después las víctimas siguen teniendo unas secuelas físicas que les impiden realizar muchas labores domésticas, trabajos manuales sencillos, los habituales movimientos de una persona en muchos de los casos, además de sufrir continuos y permanentes dolores por distintas partes del cuerpo, atrofias e intermitentes interacciones entre órganos corporales.

El departamento de Sanidad y sus principales centros hospitalarios centraron sus investigaciones en las dolencias que se observaban en las vías respiratorias mientras médicos y biólogos de otros hospitales buscaban el origen en presuntos contaminantes de distinto signo. Así, el director del pequeño Hospital del Rey, Antonio Muro, y especialistas de clínicas de distintas ramas de la salud, en dolencias no contagiosas, como el Hospital Infantil del Niño Jesús, buscaron en la alimentación, las bebidas, el modo de vida, la contaminación atmosférica, los fertilizantes, etc. Se analizaron las huertas y los mercados, la distribución y las redes mercantiles. De Torrejón, la gran base aérea cercana a Madrid y donde residía la primera víctima, a los campos de Almería y la bomba de Palomares. Hasta que el seguimiento de los niños ingresados en el Hospital del Niño Jesús descubrió el común denominador de los afectados: haber ingerido alimentos cocinados con un aceite que se vendía en los mercadillos como aceite de oliva que en realidad era un aceite de colza al que en un sencillo proceso industrial intentaron retirarle las anilinas con que le habían hecho no apto para el consumo humano. Anilinas que envenenaron a miles de familias de precaria economía. Hoy el de colza, como el de palma, son aceites sanos y comestibles pero castigados por un fraude o injusta información sobre su cultivo.

El envenenamiento se descubrió tras la llamada de madrugada de una mujer a la redacción de El País denunciando la extraña muerte de un niño. Al día siguiente, como redactor de la sección de Local, me presenté en Torrejón de Ardoz y en la Alcaldía me contaron lo que sabían del “misterioso fallecimiento” de Jaime Vaquero, de ocho años. Varias semanas después el ministro de Trabajo, Sanidad y Seguridad Social dijo, en la misma sede ministerial rodeado de periodistas, aquello de que “es un bichito que si se cae se mata”.

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