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Roberto Granda

El Club de los Viernes

Roberto Granda

Profundo desprecio

La izquierda nacionalista

Cuando la escisión violenta del PNV tomó las armas, la sociedad española respondió casi unánime, cerrando filas para permanecer sólida en contra del totalitarismo criminal y sus ramificaciones, y ETA sólo encontraba afines en los grupos radicales de su tierra oriunda, en algunos franceses despistados y en el campus de Somosaguas.

Como el nacionalismo no trabaja con realidades, sino con mitos, se ha esforzado en vindicar un relato donde hacer creer a los devotos tribales de pureza sanguínea y a los bobalicones progres que las leyendas, los ritos folclóricos, las arcadias prometidas, las fabulaciones y los delirios etnicistas, cuando llevan a descerebrados a dar el paso a la violencia, pueden de todas formas ser revestidos de un aura de romanticismo, hermosos pueblos milenarios que luchan indómitos contra las distintas opresiones en forma de imperio o estado, y otras teorías que serían risibles si no fueran acompañadas de tanto sufrimiento inútil.

En la cuesta abajo de la decadencia intelectual, demasiados memos biempensantes esgrimen razones para darle sentido a la sinrazón del nacionalismo, que siempre usa las tripas del sentimiento primario, y no el cerebro del pensamiento ilustrado.

Esta narrativa aviesa y falaz ha vuelto irreconocible a la izquierda española, cuyo sentimiento abertzale ya no se concentra es una banda de malos bichos en una Universidad dominada por el germen de donde luego brotaría Podemos, sino que una parte importante del electorado pedrista (el PSOE como tal ya no existe si no es entendido como adhesión a Sánchez) ha degenerado, dentro de su indigencia moral, y así el que comienza simpatizando con el endémico supremacismo provinciano luego llega a justificar el acercamiento de verdugos de niños, matarifes no arrepentidos, en el infame proceso de Sánchez por contentar a sus tétricos socios.

Los más cínicos, falsamente equidistantes que no aluden el beneplácito de los crímenes bajo coartada para justificarse, se dedican a arrojar capas de olvido sobre la sangre derramada. Queriendo vacunar a toda la sociedad con el analgésico de la desmemoria.

Pero también, la política gubernamental de darles todo lo que piden a los que aún podrían reconocer en el aire el olor a pólvora ha generado, de forma lógica, numerosos rechazos, entre el espanto y la perplejidad. Algunos se retiraron maldiciendo y rompiendo su carnet de partido para buscar nuevas fórmulas políticas que les permitieran dormir por las noches.

Otros muestran el desacuerdo desde dentro, comunicando malestar pero sin aventurarse a soltar el puesto que garantiza sus emolumentos.

La huida de socialistas vascos horrorizados por la connivencia de su partido con el terror tuvo su punto álgido en la carta de José María Múgica dirigió a Sánchez, en el inicio de 2020.

Múgica había sido testigo del atentado contra su padre Fernando, asesinado en San Sebastián con un tiro en la nuca. Allí, en una carta llena de lucidez, de crítica y de dolor, mostraba su “profundo desprecio” hacia el presidente por su pactos de investidura con Batasuna (ahora se llama Bildu).

Ese desprecio de José María es el mismo que sentimos todos cada vez que Sánchez y Marlaska denigran la lucha de la sociedad civil, desprecio acrecentado cada semana, con cada nueva cesión, con cada nueva felonía.

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