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Jonás Fernández

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Jonás Fernández

A propósito del acuerdo tributario del G7

La armonización impositiva

Durante la última década, la Comisión Europea, apoyada desde el Parlamento, ha intentado en, al menos, dos ocasiones avanzar hacia la armonización y consolidación del impuesto de sociedades para las grandes corporaciones en el perímetro comunitario. En ambos casos, la unanimidad requerida en el Consejo, donde están representados los gobiernos nacionales, evitó que tales iniciativas salieran adelante. Sin embargo, tras la reunión del pasado fin de semana de los ministros de Economía del G7, más la Unión Europea, parece que las tornas avanzan en la dirección correcta. Este acuerdo constituye una victoria que, aunque inicial, invita a un cierto optimismo a quienes abogamos por la introducción de este impuesto a escala europea.

En octubre de 2016, el entonces comisario socialista de Economía, Pierre Moscovici, presentó una doble propuesta legislativa para armonizar primero el impuesto de sociedades y consolidar, después, la partida de beneficios. De alguna manera, a través de la armonización regulatoria, las empresas dejaban de tener incentivos para contabilizar deducciones en unos u otros países. Se anulaba así un espacio para el arbitraje tributario. En todo caso, y aun pesar de armonizar el concepto de “beneficio” en toda la Unión, las empresas podrían aflorar esos beneficios en los países con menores tipos impositivos mediante sistemas de ingeniería fiscal.

Para cerrar esta segunda opción, Moscovici proponía aplicar una fórmula estricta para asignar los beneficios de manera automática entre los distintos países la Unión, atendiendo a su volumen de ventas, empleados y plantas. El comisario dividió así su propuesta legislativa en dos textos, con la confianza de facilitar su trámite en el Consejo, donde necesitaba unanimidad. El Parlamento, con acuerdo entre los principales grupos políticos, respaldó la propuesta rápidamente. Sin embargo, la tramitación en el Consejo se ha venido bloqueando hasta el presente, si bien en aquella propuesta no había un “tipo mínimo europeo”, una apuesta que se dejaba para más adelante.

Las dificultades de los avances en el Consejo podrían reducirse a dos. Por una parte, un grupo de países han hecho de la competencia fiscal un instrumento más de atracción de inversiones. Países Bajos, Irlanda o Luxemburgo ofrecen tipos hiperreducidos que acaban conduciendo los flujos de beneficios de las grandes empresas a esos territorios, minando los recursos del resto y fomentando las peores prácticas financieras. Por otra parte, hay otro grupo de países, fundamentalmente de pequeño tamaño, que, sin disponer de esa fiscalidad tan agresiva, observan en los intentos de hacer tributar los beneficios de las empresas en los países donde obtienen sus ventas un serio menoscabo para la consolidación del mercado único. Me explico.

Si pensamos en nuestro país, y apostamos porque las empresas españolas paguen impuestos en las comunidades autónomas donde más venden, sería difícil que una gran empresa se instalara en las regiones más pequeñas y vendieran desde ahí sus productos al resto del país. La necesidad de declarar en cada comunidad, aun con independencia del debate sobre los tipos impositivos, podría suponer un engorro administrativo no menor, y eso generaría más incentivos para instalarse en las regiones donde efectivamente tienen mayor mercado, favoreciendo así a las comunidades con mayor PIB. Este problema ha conformado un grupo de países en el seno de la Unión, nórdicos o bálticos, que, sin tener tipos tan reducidos como Países Bajos o Irlanda, se han mostrado más reacios al avance de esa lógica. Una iniciativa que ayudaría, en cualquier caso, a elevar la recaudación, pero lo haría proporcionalmente en mayor medida en el caso de los países más grandes.

En fin, aunque la propuesta de Moscovici no logró coger vuelo, el acuerdo del G7 abre una nueva ventana de oportunidad. Cabe mencionar que el impulso de la Administración Biden a este respecto ha sido fundamental. Este nuevo acuerdo fija directamente una tasa mínima global para todas las grandes corporaciones internacionales del 15 por ciento de sus beneficios, y obliga a tributar un determinado porcentaje en el país de origen de esos beneficios. De algún modo, esta propuesta presenta un grado de ambición superior a los debates europeos previos, si bien, al menos, en el ámbito de la Unión ese acuerdo debería incorporar también la armonización contable.

En todo caso, esta propuesta desestima la posibilidad de fijar un impuesto especial para las compañías digitales, en la medida que se integrarían con menores márgenes de elusión en el esquema tributario global. Podría acordarse que la creación de un impuesto singular para estas empresas digitales no es imprescindible, si efectivamente pagan lo que corresponde en cada uno de los países. Ahora bien, ese impuesto aparecía en el acuerdo interinstitucional entre Consejo, Parlamento y Comisión como nuevo recurso propio para amortizar la deuda comunitaria del Next Generation EU. Por lo tanto, estamos obligados a buscar otra vía alternativa para fondear el presupuesto comunitario. Sin duda, un tipo europeo común en el impuesto de sociedades, aunque fuera muy reducido, sería la mejor opción y reduciría también los inconvenientes planteados por esos países de tamaño reducido, aunque algo más responsables. Veremos.

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