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Martín Caicoya

Religión, amor y genes

Creer inmortal algo nuestro crea sociedades que sobreviven

No somos nada sino pecado, dice Lutero en comentarios al Salmo 51 miserere. Para él, la muerte no es una necesidad, como afirman los gentiles, si no la consecuencia del pecado, que no es otro que el original. Así lo denominó Agustín de Hipona, basándose en la doctrina paulina, pero también en su experiencia como maniqueo, esa doctrina que triunfó en el siglo III: Somos mal, tiniebla que contiene luz y ha de liberarse mediante las obras. Agustín decidió que nacíamos con una mancha que nos trasmitió Adán mediante su esperma contaminado y así hasta cada uno de nosotros. De los nacidos como mortales, solo la Virgen fue concebida sin ese pecado. Resuelve así un conflicto: como la madre de dios iba a estar corrupta.

Ninguna religión es tan cruel con los seres humano y a la vez tan redentora.

Hace unas semanas escribía sobre la función del altruismo para construir grupos sociales como la mejor estrategia de supervivencia del ser humano al no estar dotado con medios propios para enfrentarse a las amenazas de los otros seres vivos. Dos son las formas: aquél que promueve el sacrificio propio en bien de otro que puede transportar sus genes con más éxito y el que da como inversión, el denominado recíproco. Pero no es ninguno de ellos el que ordena el cristianismo: que tu mano izquierda no sepa lo que hace la derecha. Niega incluso ese altruismo que recibe la compensación que se obtiene por prestigio social de dar. Quizá resida en el amor.

Ya Darwin nos advirtió que teníamos más instintos que los animales. Otra cosa es cómo se verifican, qué estímulos los despiertan. Un buen ejemplo es la lengua. Estamos predispuestos a adquirirla.

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Los seres humanos, en contraste con otros animales, estamos menos programados. No es que ellos sean autómatas, guiados fatalmente por sus instintos y nosotros carezcamos de ellos, como suponía Descartes. Al contrario, ya Darwin nos advirtió que teníamos más instintos que los animales. Otra cosa es cómo se verifican, qué estímulos los despiertan. Un buen ejemplo es la lengua. Estamos predispuestos a adquirirla. Eso explica que los niños pronto sepan construir frases. En los primeros años una lengua arcaica, como si fuera la que hablaban nuestros primitivos ancestros. Más tarde construyendo oraciones complejas. Hay una predisposición genética que se verifica en cada entorno cultural. Tenemos más instintos, más predisposiciones y a la vez más libertad. Necesaria para acomodarnos a un medio cambiante, el que nosotros mismos creamos.

No creo que una vaca se pregunte cómo comportarse. Eso parece que es una preocupación humana. De ahí los códigos éticos y las religiones. Ambos son el sustento de las leyes. Pero la religión no precisa de la razón: su verdad es revelada, la realidad no le importa: vivo sin vivir en mí y tan alta vida espero que muero porque no muero.

Se ha especulado mucho sobre esa predisposición humana a elaborar sistemas explicativos de la realidad basadas en hechos sobrenaturales. Hace miles de años que enterramos a los muertos con diferentes significados, no infrecuente el de la resurrección. Creer que algo de nosotros es inmortal es una excelente estrategia para construir sociedades que sobrevivan: uno hace, y se sacrifica, por un futuro en el que no estará. En ese engaño se basan las religiones trascendentales. Si la vida eterna depende del juicio divino, bastaría aplacar la ira de los dioses y contentarlos con sacrificios, como hicieron Caín y Abel. Por qué, entonces, el mandamiento de amar a los enemigos, por qué el ejemplo del hijo pródigo, esa celebración del amor paterno.

No sé si se puede llamar amor al apego del perro por su amo, a la emoción de su presencia y atención. Está próximo. En nuestra especie se ha liberado del objeto, se puede amar en abstracto

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Si no se basa en la razón ha de hacerlo en las emociones. Tiene que aprovechar un instinto, una predisposición, si no, la orden o consejo apenas sobreviviría. Aunque apenas se cumpla. No sé si se puede llamar amor al apego del perro por su amo, a la emoción de su presencia y atención. Está próximo. En nuestra especie se ha liberado del objeto, se puede amar en abstracto.

Nacer como una tabla rasa hubiera sido catastrófico. Era lo que creían los conductistas en el siglo pasado y lo llevaron a cabo algunos visionarios como Pol Pot. Estamos limitados y condicionados por los genes. Y lo mismo que ellos pueden mutar, también la cultura. Algunas son disparatadas y malignas, como el nazismo, otras beneficiosas. Para guiarnos en esa oferta tenemos la razón, que es incompleta y muchas veces incompetente, y las emociones.

Las emociones son estados corporales, reacciones inconscientes a estímulos que el cerebro reconoce. Nos sirven para tomar decisiones y son ellas las que casi siempre nos guían. La teoría es que nacemos con un catálogo de emociones. Darwin los exploró al tratar de describir la universalidad de la expresión facial. Los sentimientos son quizá productos de las emociones, destilaciones en los que interviene el cerebro consciente y la cultura. El de inmortalidad puede ser uno, como lo puede ser el amor. Por eso emociona la lectura de la carta paulina a los corintios: “sin el amor no soy nada”. Genes y cultura interaccionan para crear un sentimiento que supera las formas de altruismo más anclado en la biología.

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