A la Justicia la esculpen ciega. Podemos vendarle los ojos, pero no deberíamos consentir que nos la quieren además coja, sorda, manca y muda. El Tribunal Constitucional ha dictado sentencia sobre la ilegalidad de preceptos muy comprometidos del polémico decreto de estado de alarma y su pronunciamiento debe considerarse irreprochable. Por mucha división que haya habido entre los magistrados del alto tribunal, la sentencia es preciso acatarla sin rechistar. La pataleta del Gobierno contra el órgano judicial que le ha enmendado la plana hay que entenderla como una pedrada en la frente con honda al frecuente afán del Ejecutivo en pasarse por el arco del triunfo los viejos preceptos de la separación de poderes.
Se cuenta que en su época al frente de la gestora del PSOE Javier Fernández tuvo que discutir con Mariano Rajoy la renovación de varios magistrados del Constitucional, y que los socialistas trataron por todos los medios, y lo consiguieron, que los populares sacaran de la lista a Andrés Ollero, de perfil conservador, exdiputado del PP y miembro del Opus Dei. Se dice que Rajoy aceptó, pero que respondió a Fernández que a los magistrados del alto tribunal “tú los nombras pero al final hacen lo que les da la gana”. Y así debería ser: garantizar la independencia.
En el Estado de derecho la Justicia se levanta como muro de contención para evitar los desmanes de los otros poderes. De ahí el empeño frecuente en controlar a la magistratura. Seguramente en los próximos días se multiplicarán, desde distintos foros y tribunas paniaguadas, las críticas aceradas contra los jueces. Dejemos a los magistrados hacer su trabajo. Taparles la boca, atarles de manos, obligarles a hacer oídos sordos solo contribuye a socavar los cimientos del sistema democrático, tan malo que es el mejor que tenemos.
