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Martín Caicoya

Instintos y razón

La importancia de cumplir el deseo de nuestros muertos

A Pascal le parecía que la mayor condena de la prisión no era el encierro, sino la inexorable obligación de estar a solas consigo mismo. Reflexiona sobre ello en un capítulo muy mencionado durante la pandemia. Lo titula “Misére de l’home”, que no es otra que una pena insoportable de estar obligado a vivir consigo, de pensar en sí mismo. Según él, la vida del hombre, corta y preciosa, se concentra en ocuparse de cosas que le impiden pensar en lo que más le inquieta: la desdicha natural de nuestra condición débil y mortal, tan miserable que nada nos puede consolar.

Pascal hace mucho hincapié en la distracción de la caza, entonces y en su medio la más valorada. Hoy la preocupación de los expertos es por la constante demanda de atención, breve, de los dispositivos móviles. Ya no es que no podamos soportar estar a solas con nosotros mismos, es que ni siquiera con los demás. Basta observar lo que ocurre en cualquier mesa de una de tantas terrazas. Si los que se reúnen son jóvenes, o incluso no tan jóvenes, puede ocurrir que todos estén mirando su móvil, comunicándose con otros que no están ahí, ocupando de esa manera silenciosa o revistiendo con las palabras leídas las que habladas no les interesan. Hemos dado un paso más en ese huir de nosotros mismos. Y a la vez hemos elevado a un estatus de aspiración máxima la meditación, el vivir el presente con la conciencia plenamente engarzada en él.

Es una contradicción que, de acuerdo con Pascal, está en nuestra naturaleza. Por un lado, el instinto secreto de buscar la diversión; por otro, el instinto secreto que nace de nuestra naturaleza más primigenia y que nos advierte que la felicidad se encuentra en el reposo. Esa es la razón por la que piensa que “toda la desgracia de los hombres viene de una sola cosa: el no saber quedarse tranquilos en una habitación”. Desdichas que provienen “de las diversas agitaciones de los hombres y los peligros y las penas a que se exponen en la corte, en la guerra, de donde nacen tantas querellas, pasiones, empresas audaces y con frecuencia malas”.

No sé si cuando Pascal emplea la palabra “instinto” lo hace con el mismo significado que se aplica a los de los animales. Descartes, su coetáneo, había llegado a la conclusión de que los animales eran seres movidos por los instintos, autómatas en analogía con el mundo mecánico de la época. Mientras los humanos estaríamos regidos por la razón, libres del fatalismo del instinto. No había pasión, emociones o sentimiento en esa configuración del ser humano que Pascal no aprobaba: “El corazón tiene razones que la razón ignora”. Se adelantaba en varios siglos a la idea expuesta por Darwin que tenemos más instintos que los animales y corroborada por la ciencia en los estudios de la toma de decisiones movidos por las emociones y los sentimientos.

Creo que fue Chomsky el primero en imaginar la existencia de una gramática universal, la que facilita que los seres humanos aprendan la lengua sin comprender su sofisticada y oculta organización. Pinker, con quien polemiza sobre la lingüística, acuñó el término instinto de la lengua. Se certifica así que una de las funciones superiores más selectas se basa en un instinto. O dicho desde otra perspectiva: los instintos no son solo impulsos inferiores, atávicos, a los que los animales están encadenados. Su verificación, incluso los más elementales, se hace en un medio cambiante al que se adaptan.

En la configuración de Pascal todo nace de la aspiración a la eternidad que se concreta en que somos un alma que habita temporalmente en un cuerpo. Supongo que desde que el ser se da cuenta de que está vivo, desde que tiene conciencia de sí y del tiempo, considera la muerte como una traición, como una negación de lo más básico, del instinto de supervivencia. Y se inventa, para celebración de la sociedad humana, la vida más allá de la muerte. Porque eso nos encadena al flujo del nacimiento y muerte. Aunque muramos, vivimos en los que nos suceden. Los vivos están comprometidos con sus muertos. Por eso cumplimos las promesas y hacerlo nos satisface y alivia.

Así lo expresaba la condesa viuda de Villagonzalo, quien generosamente depositó en el Museo de Bellas Artes de Asturias la rica herencia que le legó su marido. Se sentía feliz de haber interpretado su voluntad y cumplido con sus deseos. Él, para los no creyentes, no podrá gozar de ese maravilloso acto: no existe, no puede sentir. Sin embargo, aunque así fuere, hacerlo tiene una recompensa entre los vivos. Porque pronto en la existencia de H. Sapiens y casi universalmente, existe el culto y respeto a los muertos. No sé si es un instinto o es un hallazgo cultural. Lo que sí sé es que es una de las fortalezas del ser humano. Nos liga a las generaciones venideras y para ellas y por ellas hacemos mucho de lo que hacemos.

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