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Javier Morán

A divinis

Javier Morán

El Papa Francisco y la Conquista

Una revisión histórica a la política de la Iglesia católica y del Imperio español en las tierras del Nuevo Mundo

Si algo caracteriza el pontificado de Francisco, desde el mismísimo minuto uno, es el retorcimiento al que someten los sectores tradicionalistas o extremadamente conservadores toda acción o toda palabra de Bergoglio. Por ejemplo, cuando desde la balconada de la plaza de San Pedro el recién elegido Papa solicitó la bendición de los presentes, no pocos comentaristas de dichos bandos de rasgaron las vestiduras al preguntarse qué impostura era aquella por parte del Pontífice jesuita, ya que a su juicio un Papa ha de impartir bendiciones y no pedirlas. Era un hecho nimio, pero lo constituyeron en la primera afrenta de Bergoglio contra la institución del papado.

El Papa Francisco y la Conquista

Desde aquel momento hasta el presente, Francisco ha recibido censuras de gran extensión y virulencia (hasta el punto de ser denominado “hereje”), tal vez como no había sufrido ningún Papa contemporáneo. Ni siquiera Juan Pablo II, criticado en sectores progresistas por su restauracionismo conservador, tuvo oportunidad de escuchar semejantes descalificaciones.

Ahora mismo, el retorcimiento de las palabras papales ha resonado en torno a una carta enviada por Francisco al presidente de México con motivo del bicentenario de la independencia de aquella nación. En ella dice: “La mirada retrospectiva incluye necesariamente un proceso de purificación de la memoria, es decir, reconocer los errores cometidos en el pasado, que han sido muy dolorosos. Por eso, en diversas ocasiones, tanto mis antecesores como yo mismo, hemos pedido perdón por los pecados personales y sociales, por todas las acciones u omisiones que no contribuyeron a la evangelización”.

Si hay departamento que funciona como un reloj en el Vaticano es precisamente su archivo. De ahí que el Papa este repitiendo, como él mismo señala, las fórmulas que sus antecesores Juan Pablo II y Benedicto XVI utilizaron al dirigirse a Hispanoamérica en repetidas ocasiones.

Hemos de admitir que la noción de “purificación de la memoria” nos parece tan difusa como conceptualmente inexacta (lo que importa es la historia, es decir, poder elaborarla cada vez con mayor precisión y alejarla de esas anacronías tan repetidas por la presente intelectualidad de medio pelo). Pero, aun así, lo que el Papa repite es el reconocimiento por parte de la Iglesia católica de que hubo “pecados personales y sociales, y acciones u omisiones” que ya entonces, y sin anacronismos, podían considerarse no concordantes con el Evangelio.

Establecida esta sencilla premisa, las reacciones de Isabel Díaz Ayuso (PP), o Iván Espinosa de los Monteros (Vox), unidas al coro habitual de detractores de Francisco, no son más que contorsiones y retortijones sobre lo que el Papa no ha dicho. La oceánica bibliografía católica sobre la Conquista y Evangelización de América no ha dado muestras ni razones para que, anacrónicamente, se consideren aquellos hechos como detestables, aun cuando los archivos contengan censuras históricas tan notorias como las de Bartolomé de la Casas o Francisco de Vitoria.

Con infinidad de datos en las manos, la acción española en América fue la propia de un imperio generador, más que depredador (según la valiosa terminología debida al filósofo Gustavo Bueno). Hablamos de que un imperio depredador construye, como prioridad, minas de extracción, fortines, prisiones, etcétera (Gran Bretaña estableció en la Oceanía sus colonias-prisión, que sumadas al propio traslado de los reclusos desde la metrópoli dieron lugar a una época de salvajismo penal y aterradora crueldad ante la que palidecería la mismísima Inquisición; no obstante, hemos tenido que aguantar durante lustros la tabarra de los Monty Python, que canturreaban lo de “oh, oh, no queremos la Inquisición Española” mientras olvidaban las atrocidades propias o que su Royal Navy alcanzó la sublimidad moral como lugar de “ron, plegarias, látigo y sodomía”, según palabras de Churchill a comienzos del siglo XX).

Pero frente a la depredación y la barbarie (¡qué decir del genocida Imperio belga en el Congo!), resulta penosos que a duras penas se reconozca que el Imperio español levantaba además Misiones conformadas por una iglesia, una escuela o un hospital. Si se recorre el sur de Estados Unidos, por ejemplo, los vestigios son apabullantes, pero si se asciende a los estados del norte, donde las conquistas británicas y francesas se emplearon a placer, hallarán ustedes recónditas reservas de indios, invadidas desde hace décadas por las drogas y la desesperación, donde residen los pocos nativos que sobrevivieron a los conquistadores. Bajen al sur del continente y encontraran mestizaje, o estudio y preservación de las lenguas nativas por parte de los misioneros, o camas hospitalarias por habitantes en la Lima del siglo XVIII en número superior al de las ciudades castellanas.

Ahora bien, si se quiere enjuiciar el papel católico en la conquista de América no basta con acudir a los desmanes, sino a la “política” de la Iglesia católica en aquel momento. El Papa Alejandro VI, mediante la bula “Inter caetera”, de 4 de mayo de 1493, comunicaba a los Reyes católicos que “con la autoridad del Dios omnipotente que nos ha sido dada a través de Pedro, y con la vicaría de Jesucristo, con plena potestad apostólica, pleno conocimiento y liberalidad, os concedemos y asignamos a perpetuidad todas esas tierras, con sus dominios, ciudades, castillos, lugares y villas, jurisdicciones y todas las pertenencias, y os hacemos, constituimos y consideramos señores de ellas, con plena y omnímoda potestad”.

¿Qué hace un Papa repartiendo dominios terrenales? Pues lo propio de aquel tiempo. Primero porque la geopolítica romana arbitraba entre naciones (España contra Portugal, en ese caso, de modo que se evitaron unas cuantas guerras, las cuales, no obstante, acabarían llegando). Y segundo, porque años después, incluso a juicio de De las Casas aquel otorgamiento papal justificaba la Evangelización y la presencia de los españoles en América, aun cuando el dominico censuraba severamente los hechos de la Conquista.

Décadas más tarde, el Papa Paulo III, en la bula Sublimis Deus (1537), establecerá que “los indios y todas las gentes que en el futuro llegasen al conocimiento de los cristianos, aunque vivan fuera de la fe cristiana, pueden usar, poseer y gozar libre y lícitamente de su libertad y del dominio de sus propiedades, que no deben ser reducidos a servidumbre y que todo lo que se hubiese hecho de otro modo es nulo y sin valor, y que dichos indios y demás gentes deben ser invitados a abrazar la fe de Cristo a través de la predicación de la Palabra de Dios y con el ejemplo de una vida buena, no obstando nada en contrario”.

Y en el breve Pastorale Officium, del mismo año, el Papa condenará la esclavitud y anunciará duras sanciones, incluida la ex comunión de los esclavistas. Carlos V se vio perjudicado por dichas prescripciones y obliga a Paulo III a rectificar, cosa que el Papa ejecutó sólo parcialmente y con rodeos, por lo que el Emperador prohibirá la difusión en todos sus dominios de documentos papales referidos a América que previamente no hayan sido censurados por el Consejo de Indias. Ello significa que la “política papal” no sólo se erigía en árbitro ante los demás poderes terrenales sino que a menudo tenía que entrar en dialéctica con ellos. No obstante, aquellos preceptos papales sobre los “indios y las gentes” cristalizarán en doctrinas como la del también dominico Francisco de Vitoria: “Los príncipes cristianos, aun con la autoridad del Papa, no pueden imponer la fuerza para apartar a los bárbaros de pecados contra la ley natural, ni castigarlos por ellos”. Tales fueron las líneas generales que hoy serían dignas de juicio, aun cuando la proclividad humana a la corrupción generase desmanes evidentes. Por tanto, el Papa Francisco no se merece otra tunda más por lo que ha dicho sobre América.

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